le feu follet

le feu follet
"Hay momentos de la existencia en que el tiempo
y la extensión son más profundos y el sentimiento
de la existencia parece inmensamente aumentado".


Charles Baudelaire.

sábado, 28 de febrero de 2015

Nadie es Narciso.






Narciso ha pasado a la historia como aquella persona que se admira y ama a su propia imagen. Algo que ver tiene la realidad del mito, y digo sólo algo, porque en realidad el significado del mito de Narciso es  distinto.


Narciso era el hijo del río Cefiso y de la ninfa  Liríope. A los dieciséis años era tan hermoso y  arrebatadoramente bello,  que todos los hombre y mujeres le pretendían,  incluso una ninfa llamada Eco le deseaba. Él los rechazó a todos.  Narciso prefería cazar ciervos en el bosque. Eco estaba tan enamorada de Narciso que incluso repetía todas las palabras que Narciso pronunciaba,  para narciso esta voz que repetía sus palabras era una voz misteriosa. Un día,  Narciso replicó a esta voz y le gritó : “reunámonos”, y la ninfa, embrujada por lo que acababa de oír, salió sin pensarlo y precipitadamente al encuentro de Narciso para abrazarle, Narciso escapó de los brazos de la ninfa y esta acción avergonzó a la ninfa de tal manera que pronto terminó convertida en huesos.


Tantas muchachas y muchachos ,  la ninfa despreciada; todos clamaron venganza al cielo.

Narciso sale una mañana a cazar, hace mucho calor y está sediento, se tumba en la hierba al lado de una fuente, finalmente se agacha a beber agua y mientras bebe ve su imagen, toma por un cuerpo aquello que no es más que agua. Se queda estupefacto, con el rostro inmóvil, ve sus ojos y le parecen astros, sus cabellos le parecen tan hermosos como los de Baco.  No sabe lo que ve, pero lo que  está viendo lo consume. Lo que mata a Narciso no es el amor por su propia apariencia, Narciso se enamora de una imagen en la cual no se reconoce,  no sabe quién es esa imagen; lo que realmente mata a Narciso es lo que los antiguos llamaban la mirada de la fascinatio. Es la mirada que evita la pintura romana. Los romanos representaban a los personajes con mirada oblicua, evitando la mirada frontal,  justo antes de mirarse. Es preciso evitar la mirada directa, pero narciso nada sabe del cara a cara mortal.


De manera que,  Narciso en ningún momento sabe que aquella imagen que ve reflejada es él mismo, por lo que la vanidad o autocomplacencia  sobre sí mismo de forma consciente,  - el significado actual - , es una degeneración del mito.




                                Eco y Narciso, pintura de Jhon William Waterhouse (1903).














jueves, 19 de febrero de 2015

Los presentes y los ausentes, tres formas de estremecimiento.






Desde el ámbito familiar, pasando por un colectivo o agrupación, y terminando en la sociedad civil en su conjunto, el ser humano, a menudo, se comporta de forma profundamente ingrata, indigna o desapegada sobre aquellos que desaparecen.  La popular  frase del refranero español  "el muerto al hoyo y el vivo al bollo" , - tan cruel como despreciable- , no deja de poner de manifiesto una realidad que es parte vergonzante de nuestra sociedad.

Como observador,  cuando uno presencia uno de estos episodios en cualquiera de sus posibles manifestaciones, siente lo que he dado en llamar " un estremecimiento",  lo cual podría definir como la mezcla varias sensaciones al unísono :  sorpresa, incredulidad, abandono, pena;  una sensación de no ser capaz de asimilar que el ser humano se comporte así, como si llevara soterrado dentro de sí alguna orden de tipo antropológica que le haga desposeerse de sí mismo y todo su aparato ético-moral, para olvidar todo aquello a lo que le debemos un respeto por dignidad moral.

Realmente, lo que más me conmueve es observar que la gente olvida la gratitud hacia los que desaparecen, simplemente, porque se olvidan de ellos, muchas veces ni siquiera responde a una cuestión de bajas pasiones como la codicia  o egoísmos concretos, no, es más sórdido y más potente que todo eso,  es ,  que no se acuerdan,  como si tomamos una cocacola y después tiramos el bote a alguna parte sin mirar, porque aquel producto ya no tiene valor ninguno, lo hemos usado y lo tiramos después. No hay remordimiento porque no hay pensamiento del otro, esto es lo que me deja atónito, apesadumbrado. Me deja sin ánimo la constatación, y me sobreviene la sensación del sin sentido.













La ingratitud familiar.



Lo que ya no está, no volverá. Cada momento de la historia es único. Las personas pasan ,pero sus objetos permanecen un tiempo, sus casas, las decoraciones de sus generaciones que visten sus moradas;  sus paredes gritan una supuesta presencia que ya no es tal; de lo que era una vez, ahora sólo queda un deshecho estético que produce sentimiento de pudor en el que lo mira, un pudor que nace del sentimiento de vergüenza por contemplar el vestigio inservible de lo que una vez fue esplendor e identidad de una familia.

Me correspondía, -por mi trabajo como arquitecto-, entrar en una casa sin ocupar en compañía del portero de la finca;  mi misión era evaluar unas humedades que estaban situadas en lo que resultó ser la antigua habitación de los padres de alguna familia burguesa tradicional situada cerca del Paseo de la Habana en Madrid.


La casa estaba vacía de muebles, sólo quedaban algunos objetos repartidos por las habitaciones. Llegué a la habitación del matrimonio y analicé la humedad situada en el encuentro del techo con la ventana, iba acompañado por el ya citado portero y la administradora. Yo, en aquél momento , mientras analizaba aquella cuestión técnica, podía sentir el estupor que me producía aquella escena de intromisión de tres extraños en el centro de la intimidad de la casa de una familia que seguramente había perdido  a sus progenitores y dueños de la casa hace poco. Mientras hablábamos, me despisté por un instante y me centré en mirar las paredes del resto de la habitación;  dos de ellas estaban desnudas, todo había sido borrado del mapa por los hijos, sin embargo, en otro de los paños quedaba algo realmente especial;  eran dos tablas de evocación religiosa que estaban encima del cabecero de la cama, la cual quedaba marcada por la sombra del polvo acumulado con los años; de manera que ahí estaba la cama situada de forma virtual, y las dos imágenes sobre tabla de madera de una Virgen y Jesucristo. Éste fue el instante en el que tomé conciencia de la ingratitud del ser humano.


Camus denominó  "sentimiento de lo absurdo"  a esa sensación que tenemos todos los seres humanos cuando nos paramos a pensar porqué estamos aquí. Sabemos que estamos, y que existimos, pero no sabemos ni porqué estamos, ni para qué estamos aquí. De ahí, posteriormente,  surge la necesidad vital de darle un sentido a la vida; una misión que uno se imponga como bálsamo para evitar la locura del sin sentido. Quizás los humanos, debido a esta extraña singularidad que nos da la consciencia de nuestra existencia, necesitamos hacer una rectificación para poder seguir vivos por un motivo. Los animales, por su parte, cumplen su cometido reproductor y de perpetuación de las especie, sin el inconveniente vital  existencial que supone plantearte el porqué. Cuando uno se detiene en una terraza  de una ciudad a tomar una cerveza, y observa el ir y venir de los viandantes y los coches en una suerte de flujo incesante de destinos frenéticos, siente el sentimiento de lo absurdo de manera muy clara. Esa sensación de sin sentido en el movimiento autómata de todas las personas avocadas a la necesidad de vivir para algo, me estremece. Es este mismo sentimiento de estremecimiento el que siento cuando entro en estas casas vacías burguesas ,- normalmente de tradición religiosa-, y compruebo que los hijos de los fundadores de esa familia no son capaces ni de guardar lo que representa la esencia de las creencias de sus padres. Puedo casi imaginarme la escena de los hijos vaciando el piso a toda prisa con los euros venideros por la venta del piso inundando sus codiciosas cabezas.


Esa sensación de desapego, abandono, desprotección, de desprecio por el que ya no está entre nosotros, de ingratitud cruel hacia el que te engendró,  me aplaca y me deja sin habla,  siento que no puedo explicar la pena y la hondura del pesar que supone ver ahí abandonadas  las imágenes religiosas de los padres, aisladas, sobre una pared que ya queda yerma como un campo estéril,  siendo la presencia de estas imágenes, ya,  sólo una especie de burla irónica de la vida hacia la muerte.


Son seres humanos que se vuelven animales en su forma de actuar, olvidándose de sus conciencias, pero los animales en su desconocimiento albergan su dignidad y pureza,  mucho mayor que la del ser humano codicioso y egoísta. El ser humano es capaz de alcanzar la mayor de las bondades y virtudes, o de bajar hasta los infiernos de la maldad. Hace poco vi, en una foto en internet, un cartel en medio de un bosque que decía lo siguiente: " Los animales no dejan restos de desperdicios en ningún lugar del bosque, por favor, compórtense como animales".





El desapego de los colectivos.



Pertenecer a un club, -a cualquier tipo de club, supongo-,  te da la posibilidad de conocer a gente muy diferente entre sí. Si lo que une la actividad del club es practicado preferentemente por gente de una cierta edad, -muchos de ellos jubilados-,  uno es consciente de que pasados algunos años va a ir viendo como aquellos señores mayores van a ir desapareciendo. Y así pasa en el club de billar en el que juego;   somos un colectivo que aúna todos los días unas  quince o veinte personas jugando simultáneamente, existe una relación de cierta camaradería, aunque  las profesiones y personalidades de cada uno, a menudo, sean muy distintas, porque, el billar tiene la singularidad de reunir a sensibilidades,  profesiones y estratos sociales muy diferentes.


Muchos de los socios llevan perteneciendo a club decenas de años. Un día cualquiera, fulanito de tal, que ya estaba mayor y venía menos por el club, fallece. La noticia suele propagarse en grupos pequeños, digamos que no se oficializa en la sala el fallecimiento de ningún socio, sobre todo si es por causas naturales debido a edad. Lo cierto es que se comenta brevemente lo que haya podido pasarle y....,  por una ley que aún no logro comprender,  queda enmudecida aquella alma ya sin cuerpo presente para el restos de los tiempos;  nadie ya volverá a recordar a aquella persona,  casi,  como si no hubiera existido nunca. Esta actitud, se torna más sorprendente aun cuando el fallecido , ya mayor, tuviera un carisma y simpatía especiales;   el que tengo en mente,  cada vez que entraba en la sala saludaba a todo el mundo y era realmente cariñoso con la gente, quizás en su vida fue un poco crápula, algo vividor y aprovechado en ciertos momentos, pero qué diablos, era muy cariñoso con todos nosotros, simpático y socarrón. Este señor falleció, y el silencio de la sala  cayó como una manta que todo lo enmudece;  si,  se ha comentado,  se ha hablado algo de los motivos por los que falleció, los comentarios han durado lo que ha tardado en enterarse la gente del club, ni siquiera a lo largo de esos días los comentarios han tenido un todo de aflicción o pena grande, han sido rutinarios. Después, nada de nada, se lo ha tragado la tierra y el recuerdo. No se trata de estar rememorando al personaje a menudo, quizás se le pudiera haber hecho un homenaje puntual, una reseña como socio importante y muy conocido en el mundo del billar en el tablón del club, o alguna dedicatoria en papel cariñosa para hacerlo presente en el club. Nada, la nada más absoluta, el silencio más pesado permanece en los suelos de esa sala que en tantas ocasiones  lo albergó.


Y yo me pregunto para mis adentros, ¿cuál será la razón de tal silencio sórdido?, una vez más , como cuando entro en la casa recién deshabitada,  siento el estremecimiento de aquello que me deja absorto,  algo que no sé explicar pero que sin duda está ocurriendo. Parece un acuerdo tácito de silencio para con los muertos, porque ellos nos recuerdan que nosotros también vamos a morir, por ende, queremos quitarlos de nuestras mentes lo antes posible, porque negamos su muerte, - un problema típico de la sociedad occidental-  y escogemos la opción de olvidarlos, como si su rastro se hubiera borrado. Pero claro, esta opción es cobarde, sobretodo es desagradecida y de ingratitud, es hasta cruel, traidora en algunos casos, es desleal. Excepción hago con aquellas personas que tan hondo es su dolor, que rehúsan siquiera recordarles de palabra,  ya que ello les llena de sufrimiento,   pero no,  nada tienen que ver el sentir  general  con esta excepción que menciono.

No es necesario caer en sentimentalismos forzados y afectados, ni en pomposidades cursis de recuerdo hacia los que no están; se trata más bien de recordarlos de alguna manera cariñosa para preservar su dignidad, y así, no perder la nuestra, o hacernos dignos de ellos en su ausencia.





La Indignidad de una nación.



Amplío la escala social, e incluso puedo llegar hasta la escala de nación como colectivo que se le supone una serie de valores  morales. Cuando una nación es atacada, la nación entera se une y lucha por defenderse, las naciones honran a sus muertos, aquellos que han dado la vida por defender su territorio y por ende unos derechos y libertades. En España esto no ha ocurrido.


La banda terrorista ETA asesinó desde comienzos de la transición hasta hace pocos años a cerca de 1.000 españoles,  una cifra escalofriante. Hubo muertes de civiles, pero la mayoría de las muertes fueron de personas que formaban parte de los cuerpos de seguridad del estado, o sea, individuos que dan su vida por los valores de la nación. La clase política española de los últimos gobiernos hasta la fecha de hoy -sin excepción, aunque Aznar fue el único que actuó con más determinación y realmente los puso contra las cuerdas- han negociado y cedido ante los chantajes de esta banda terrorista. Esto significa que no han tenido reparo echar más tierra  sobre los cadáveres de los que dieron su vida por defendernos a todos de los asesinos, convirtiendo sus vidas en algo baldío, inútil, fútil;  una burla cruel y canallesca hacia el que te ha dado el todo, -hasta su vida -, por defender los derechos y libertades básicos de los ciudadanos de una nación.  Negociar era decirles que no a esos casi mil muertos, era decirles que no han servido de nada,  que su sacrificio ha sido inútil. Pero ellos ya no nos pueden oír.


Si los políticos actúan así es porque hay una sociedad civil que se lo permite, y calla. Esto sí que es sórdido. Acordémonos del mayor atentado de la historia de España, cuando un 11 de marzo se llevó por delante a casi 200 civiles. Pues bien, una sociedad que sufre tal ataque hacia su esencia constitutiva, - los ciudadanos- , no ha tenido el  menor interés en exigir la determinación de quien o quienes fueron los autores intelectuales de aquella masacre. Los españoles no tienen interés en saberlo, porque a ellos no les ha tocado en suerte desaparecer.


Una vez más, el estremecimiento me sobreviene y me hace dudar sobre todo en lo que creo y que parece que la sociedad también creía. Se han olvidado de los muertos. Ahora es fácil vivir porque ya no nos matan, se les ha permitido acceder a las instituciones en el País Vasco, asegurando a ETA la posibilidad de vivir de la política;  ya los matones no son necesarios, les han apaciguado dándoles poder y pan, dinero, al fin y al cabo. Ésta es, por lo visto, la recompensa que les teníamos preparada los españoles a aquellos cientos de asesinados.

Los españoles callan,  los españoles olvidan. Siento la indignidad de un pueblo,  siento,  a su vez, que es probablemente el olvido la mayor de las ironías, la mayor de las zafiedades morales, más aún que el mero egoísmo del "a mí no me ha tocado";   no hay remordimiento, porque no se acuerdan, así de escueto y así de cutre;  casi mil Cocacolas consumidas y las tiramos sin mirar a dónde.