Desde el ámbito familiar, pasando
por un colectivo o agrupación, y terminando en la sociedad civil en su
conjunto, el ser humano, a menudo, se comporta de forma profundamente ingrata,
indigna o desapegada sobre aquellos que desaparecen. La popular
frase del refranero español
"el muerto al hoyo y el vivo al bollo" , - tan cruel como
despreciable- , no deja de poner de manifiesto una realidad que es parte vergonzante
de nuestra sociedad.
Como observador, cuando uno presencia uno de estos episodios en
cualquiera de sus posibles manifestaciones, siente lo que he dado en llamar
" un estremecimiento", lo cual
podría definir como la mezcla varias sensaciones al unísono : sorpresa, incredulidad, abandono, pena; una sensación de no ser capaz de asimilar que
el ser humano se comporte así, como si llevara soterrado dentro de sí alguna
orden de tipo antropológica que le haga desposeerse de sí mismo y todo su
aparato ético-moral, para olvidar todo aquello a lo que le debemos un respeto
por dignidad moral.
Realmente, lo que más me conmueve
es observar que la gente olvida la gratitud hacia los que desaparecen,
simplemente, porque se olvidan de ellos, muchas veces ni siquiera responde a
una cuestión de bajas pasiones como la codicia
o egoísmos concretos, no, es más sórdido y más potente que todo eso, es , que no se acuerdan, como si tomamos una cocacola y después tiramos
el bote a alguna parte sin mirar, porque aquel producto ya no tiene valor
ninguno, lo hemos usado y lo tiramos después. No hay remordimiento porque no
hay pensamiento del otro, esto es lo que me deja atónito, apesadumbrado. Me
deja sin ánimo la constatación, y me sobreviene la sensación del sin sentido.
La ingratitud familiar.
Lo que ya no está, no volverá.
Cada momento de la historia es único. Las personas pasan ,pero sus objetos
permanecen un tiempo, sus casas, las decoraciones de sus generaciones que
visten sus moradas; sus paredes gritan
una supuesta presencia que ya no es tal; de lo que era una vez, ahora sólo
queda un deshecho estético que produce sentimiento de pudor en el que lo mira,
un pudor que nace del sentimiento de vergüenza por contemplar el vestigio
inservible de lo que una vez fue esplendor e identidad de una familia.
Me correspondía, -por mi trabajo
como arquitecto-, entrar en una casa sin ocupar en compañía del portero de la
finca; mi misión era evaluar unas
humedades que estaban situadas en lo que resultó ser la antigua habitación de
los padres de alguna familia burguesa tradicional situada cerca del Paseo de la
Habana en Madrid.
La casa estaba vacía de muebles,
sólo quedaban algunos objetos repartidos por las habitaciones. Llegué a la
habitación del matrimonio y analicé la humedad situada en el encuentro del
techo con la ventana, iba acompañado por el ya citado portero y la
administradora. Yo, en aquél momento , mientras analizaba aquella cuestión
técnica, podía sentir el estupor que me producía aquella escena de intromisión
de tres extraños en el centro de la intimidad de la casa de una familia que
seguramente había perdido a sus
progenitores y dueños de la casa hace poco. Mientras hablábamos, me despisté
por un instante y me centré en mirar las paredes del resto de la
habitación; dos de ellas estaban
desnudas, todo había sido borrado del mapa por los hijos, sin embargo, en otro
de los paños quedaba algo realmente especial;
eran dos tablas de evocación religiosa que estaban encima del cabecero
de la cama, la cual quedaba marcada por la sombra del polvo acumulado con los
años; de manera que ahí estaba la cama situada de forma virtual, y las dos
imágenes sobre tabla de madera de una Virgen y Jesucristo. Éste fue el instante
en el que tomé conciencia de la ingratitud del ser humano.
Camus denominó "sentimiento de lo absurdo" a esa sensación que tenemos todos los seres
humanos cuando nos paramos a pensar porqué estamos aquí. Sabemos que estamos, y
que existimos, pero no sabemos ni porqué estamos, ni para qué estamos aquí. De
ahí, posteriormente, surge la necesidad
vital de darle un sentido a la vida; una misión que uno se imponga como bálsamo
para evitar la locura del sin sentido. Quizás los humanos, debido a esta extraña
singularidad que nos da la consciencia de nuestra existencia, necesitamos hacer
una rectificación para poder seguir vivos por un motivo. Los animales, por su
parte, cumplen su cometido reproductor y de perpetuación de las especie, sin el
inconveniente vital existencial que
supone plantearte el porqué. Cuando uno se detiene en una terraza de una ciudad a tomar una cerveza, y observa
el ir y venir de los viandantes y los coches en una suerte de flujo incesante
de destinos frenéticos, siente el sentimiento de lo absurdo de manera muy
clara. Esa sensación de sin sentido en el movimiento autómata de todas las
personas avocadas a la necesidad de vivir para algo, me estremece. Es este
mismo sentimiento de estremecimiento el que siento cuando entro en estas casas
vacías burguesas ,- normalmente de tradición religiosa-, y compruebo que los
hijos de los fundadores de esa familia no son capaces ni de guardar lo que
representa la esencia de las creencias de sus padres. Puedo casi imaginarme la
escena de los hijos vaciando el piso a toda prisa con los euros venideros por
la venta del piso inundando sus codiciosas cabezas.
Esa sensación de desapego,
abandono, desprotección, de desprecio por el que ya no está entre nosotros, de
ingratitud cruel hacia el que te engendró,
me aplaca y me deja sin habla,
siento que no puedo explicar la pena y la hondura del pesar que supone
ver ahí abandonadas las imágenes
religiosas de los padres, aisladas, sobre una pared que ya queda yerma como un
campo estéril, siendo la presencia de
estas imágenes, ya, sólo una especie de
burla irónica de la vida hacia la muerte.
Son seres humanos que se vuelven
animales en su forma de actuar, olvidándose de sus conciencias, pero los
animales en su desconocimiento albergan su dignidad y pureza, mucho mayor que la del ser humano codicioso y
egoísta. El ser humano es capaz de alcanzar la mayor de las bondades y
virtudes, o de bajar hasta los infiernos de la maldad. Hace poco vi, en una
foto en internet, un cartel en medio de un bosque que decía lo siguiente:
" Los animales no dejan restos de desperdicios en ningún lugar del bosque,
por favor, compórtense como animales".
El desapego de los colectivos.
Pertenecer a un club, -a
cualquier tipo de club, supongo-, te da
la posibilidad de conocer a gente muy diferente entre sí. Si lo que une la
actividad del club es practicado preferentemente por gente de una cierta edad,
-muchos de ellos jubilados-, uno es consciente
de que pasados algunos años va a ir viendo como aquellos señores mayores van a
ir desapareciendo. Y así pasa en el club de billar en el que juego; somos
un colectivo que aúna todos los días unas
quince o veinte personas jugando simultáneamente, existe una relación de
cierta camaradería, aunque las
profesiones y personalidades de cada uno, a menudo, sean muy distintas, porque,
el billar tiene la singularidad de reunir a sensibilidades, profesiones y estratos sociales muy
diferentes.
Muchos de los socios llevan
perteneciendo a club decenas de años. Un día cualquiera, fulanito de tal, que
ya estaba mayor y venía menos por el club, fallece. La noticia suele propagarse
en grupos pequeños, digamos que no se oficializa en la sala el fallecimiento de
ningún socio, sobre todo si es por causas naturales debido a edad. Lo cierto es
que se comenta brevemente lo que haya podido pasarle y...., por una ley que aún no logro comprender, queda enmudecida aquella alma ya sin cuerpo
presente para el restos de los tiempos; nadie ya volverá a recordar a aquella persona,
casi, como si no hubiera existido nunca. Esta actitud,
se torna más sorprendente aun cuando el fallecido , ya mayor, tuviera un
carisma y simpatía especiales; el que tengo en mente, cada vez que entraba en la sala saludaba a todo
el mundo y era realmente cariñoso con la gente, quizás en su vida fue un poco
crápula, algo vividor y aprovechado en ciertos momentos, pero qué diablos, era
muy cariñoso con todos nosotros, simpático y socarrón. Este señor falleció, y el
silencio de la sala cayó como una manta
que todo lo enmudece; si, se ha comentado, se ha hablado algo de los motivos por los que
falleció, los comentarios han durado lo que ha tardado en enterarse la gente
del club, ni siquiera a lo largo de esos días los comentarios han tenido un
todo de aflicción o pena grande, han sido rutinarios. Después, nada de nada, se
lo ha tragado la tierra y el recuerdo. No se trata de estar rememorando al
personaje a menudo, quizás se le pudiera haber hecho un homenaje puntual, una
reseña como socio importante y muy conocido en el mundo del billar en el tablón
del club, o alguna dedicatoria en papel cariñosa para hacerlo presente en el
club. Nada, la nada más absoluta, el silencio más pesado permanece en los
suelos de esa sala que en tantas ocasiones
lo albergó.
Y yo me pregunto para mis
adentros, ¿cuál será la razón de tal silencio sórdido?, una vez más , como
cuando entro en la casa recién deshabitada, siento el estremecimiento de aquello que me
deja absorto, algo que no sé explicar
pero que sin duda está ocurriendo. Parece un acuerdo tácito de silencio para
con los muertos, porque ellos nos recuerdan que nosotros también vamos a morir,
por ende, queremos quitarlos de nuestras mentes lo antes posible, porque
negamos su muerte, - un problema típico de la sociedad occidental- y escogemos la opción de olvidarlos, como si
su rastro se hubiera borrado. Pero claro, esta opción es cobarde, sobretodo es
desagradecida y de ingratitud, es hasta cruel, traidora en algunos casos, es desleal.
Excepción hago con aquellas personas que tan hondo es su dolor, que rehúsan
siquiera recordarles de palabra, ya que
ello les llena de sufrimiento, pero no, nada tienen que ver el sentir general con esta excepción que menciono.
No es necesario caer en sentimentalismos
forzados y afectados, ni en pomposidades cursis de recuerdo hacia los que no
están; se trata más bien de recordarlos de alguna manera cariñosa para
preservar su dignidad, y así, no perder la nuestra, o hacernos dignos de ellos
en su ausencia.
La Indignidad de una nación.
Amplío la escala social, e
incluso puedo llegar hasta la escala de nación como colectivo que se le supone
una serie de valores morales. Cuando una
nación es atacada, la nación entera se une y lucha por defenderse, las naciones
honran a sus muertos, aquellos que han dado la vida por defender su territorio
y por ende unos derechos y libertades. En España esto no ha ocurrido.
La banda terrorista ETA asesinó
desde comienzos de la transición hasta hace pocos años a cerca de 1.000
españoles, una cifra escalofriante. Hubo
muertes de civiles, pero la mayoría de las muertes fueron de personas que
formaban parte de los cuerpos de seguridad del estado, o sea, individuos que
dan su vida por los valores de la nación. La clase política española de los
últimos gobiernos hasta la fecha de hoy -sin excepción, aunque Aznar fue el
único que actuó con más determinación y realmente los puso contra las cuerdas-
han negociado y cedido ante los chantajes de esta banda terrorista. Esto
significa que no han tenido reparo echar más tierra sobre los cadáveres de los que dieron su vida
por defendernos a todos de los asesinos, convirtiendo sus vidas en algo baldío,
inútil, fútil; una burla cruel y
canallesca hacia el que te ha dado el todo, -hasta su vida -, por defender los
derechos y libertades básicos de los ciudadanos de una nación. Negociar era decirles que no a esos casi mil
muertos, era decirles que no han servido de nada, que su sacrificio ha sido inútil. Pero ellos
ya no nos pueden oír.
Si los políticos actúan así es
porque hay una sociedad civil que se lo permite, y calla. Esto sí que es
sórdido. Acordémonos del mayor atentado de la historia de España, cuando un 11
de marzo se llevó por delante a casi 200 civiles. Pues bien, una sociedad que sufre
tal ataque hacia su esencia constitutiva, - los ciudadanos- , no ha tenido
el menor interés en exigir la
determinación de quien o quienes fueron los autores intelectuales de aquella
masacre. Los españoles no tienen interés en saberlo, porque a ellos no les ha
tocado en suerte desaparecer.
Una vez más, el estremecimiento
me sobreviene y me hace dudar sobre todo en lo que creo y que parece que la
sociedad también creía. Se han olvidado de los muertos. Ahora es fácil vivir
porque ya no nos matan, se les ha permitido acceder a las instituciones en el
País Vasco, asegurando a ETA la posibilidad de vivir de la política; ya los matones no son necesarios, les han
apaciguado dándoles poder y pan, dinero, al fin y al cabo. Ésta es, por lo
visto, la recompensa que les teníamos preparada los españoles a aquellos
cientos de asesinados.
Los españoles callan, los españoles olvidan. Siento la indignidad
de un pueblo, siento, a su vez, que es probablemente el olvido la
mayor de las ironías, la mayor de las zafiedades morales, más aún que el mero
egoísmo del "a mí no me ha tocado";
no hay remordimiento, porque no se acuerdan, así de escueto y así de
cutre; casi mil Cocacolas consumidas y
las tiramos sin mirar a dónde.