Dejar ir, no es sinónimo de
aceptación. Asumir no es suficiente. La
forma en que dibujemos la marcha del otro dentro de nosotros, definirá una
liberación interior que puede llegar a ser total, o bien, la herida interna que nunca
tienda a sanar, una herida que lastre tu capacidad para amar en el futuro. Amar también es aprender a desprenderse de uno mismo.
Aceptar la marcha del otro, poco tiene que ver con tener una autoestima
alta. Si lo pensamos un poco y nos somos
francos, si te observas como si tú fueras otro ser al que estudias, no te será
difícil advertir tu egoísmo ante la marcha del otro. Quizás, se trata de un
egoísmo enraizado en esos pequeños
juegos diarios de nuestra infancia en la que nos enseñan a competir para
conseguir cosas.
Nuestro instinto de supervivencia nos impulsa
a desear poseer aquello que nos da seguridad. Pero, por condición propia a la
naturaleza, nada tiende a ser estable;
siempre estaremos temerosos de perder la estabilidad que logramos, y
cuanto mayor sea,
mayor será el pánico a perderla.
En nosotros está la decisión de aceptar con amor
el alejamiento del otro. Aceptar con amor supone, no sólo asumir su marcha,
sino respetar - con humildad-, la decisión del otro, utilizando como mecanismo de
aceptación un respeto sagrado hacia
nosotros mismos y fundamentado en la comunicación directa con la
naturaleza. En realidad, se trata de integrar nuestro propio yo dentro del
funcionamiento inestable de la naturaleza, y ello, da paz interior. No es el
otro el que nos deja, simplemente es la vida y la naturaleza la que desarrolla
su función selectiva, no hay un culpable.
El otro ser se aleja, y quizás, después de una pulsión propia de esos
instintos que definen las bajas pasiones que llevamos congénitas para
sobrevivir, y que la sociedad nos ha
catalizado a través de una educación en la que el ego es un mecanismo que
sustituye a la paz interior, desembocamos en el error. El error es dejarse llevar por el egoísmo ancestral derivado de la supervivencia, sumado al ego, que es carencia.
El ego rellena ficticiamente el
vacío que debería colmar la aceptación de uno mismo y de la vida, tal y como es; no hay drama en ello, sino más bien una sutil y delicada belleza.
La eliminación
del ego genera un silencio dentro de nosotros que te permite escuchar la
relación íntima entre los sentimientos de tu corazón y las leyes de la vida.
Nada he de hacer, pues si buenamente he intentado retenerla por medios loables, y ella decide marcharse, mi responsabilidad se ha acabado; ahora doy paso a la naturaleza y me desarmo de egoísmo, me deshago por fuera
para formarme por dentro, permanezco tranquilo y en paz , observando su huida
en medio de ese mar de corrientes que la está llevando hacia otro lugar. No se
va ella, se la llevan, pero con dulzura; la dejo partir, mirando cómo su figura
se hace más y más pequeña hasta perderse en el horizonte, y la sensación se me
asemeja a ese final sublime de Muerte en Venecia, en el que Visconti hace
morirse al viejo y cansado compositor Gustav sentado en una hamaca sobre la fina
arena de una playa en el Lido, mientras
observa, extasiado, cómo la figura del joven al que ama, perfila belleza entre el mar y el cielo. Aquello que se nos va sigue siendo bello; ya lo era, antes de que nosotros
lo tuviéramos.
Imágenes de Muerte en Venecia, de Luchino Visconti, 1972.