le feu follet

le feu follet
"Hay momentos de la existencia en que el tiempo
y la extensión son más profundos y el sentimiento
de la existencia parece inmensamente aumentado".


Charles Baudelaire.

jueves, 21 de noviembre de 2019

Roma





Cogí un taxi en el aeropuerto que me llevó directo al centro de Roma , donde había alquilado un apartamento justo al enfrente del ponte Sisto,  en el barrio del Trastévere.

Deseaba verla con la excusa de visitar la cuidad. Iba a Roma,  y casi a cualquier sitio donde se hubiera encontrado ella,  pues la tenía idealizada,  sentía  la presencia del velo blanco, pulcro,  que uno extiende sobre la mujer pretendida cuando no encuentra  mácula que le suscite reparo alguno.

Me esperaba en la puerta del edificio una señora de unos 50 años, algo gruesa, desde luego no era la propietaria, debía ser alguien que trabajaba para la dueña. Me saludó con energía y cordialidad; comenzó a hablarme en italiano como lo hacen las personas que no conocen una segunda lengua, mirando con intensidad y repitiendo más alto las frases como si el interlocutor así  fuera a entender , “debía entender”.

Mientras subíamos las escaleras hacia la primera planta, donde me alojaría, la mujer comenzó a explicarme la utilidad del nutrido manojo de llaves que llevaba. Entramos en el piso. Lo primero que vi fue un piano a la izquierda enmarcando el zaguán. La señora se afanó en que quedara claro qué tipo de llave debía utilizar para cada puerta, pues el edificio de corte neoclásico contaba con un soportal con cancela, por lo que había varias puertas antes de llegar a mi piso.

Al mismo tiempo que la escuchaba, mi imaginación se preguntaba si ese piano era tocado con regularidad, y tuve la tentación de preguntarle a la señora sobre el piano, por si aquella información me diera una idea del tipo de personas que moraban esa casa. Pero no lo hice. Me dio vergüenza hacerlo, quizás porque en el fondo sentí que preguntar sobre el piano sería en como penetrar en intimidad de una casa sobre la que yo simplemente tenía derecho a dormir durante tres noches.

La señora me advirtió de que si no seguía el orden de las utilización de las llaves, podría quedarme encerrado en las escaleras;  empecé a entender que su interés en aclararme este tema de las llaves obedecía más al fastidio que supondría para ella tener que regresar a rescatarme,  más que por ser una persona responsable.

Cuando la señora cerró la puerta y me encontré solo, tuve una sensación de que la casa era mía y podría escudriñarla con tranquilidad. Abrí una de las ventanas que dan al río. La vista estaba tamizada por la interposición de los arcos de medio punto que formaban los soportales. Durante algunos segundos me dediqué a comprobar qué vistas efectivas sobre el río y el puente  se divisaban desde el apartamento.

El aire humedecido por el rio penetraba en las estancias de la casa al abrir las ventanas. Eran las seis de la tarde de un día de Marzo, y la sensación de calor era acusada. Las calles de Roma desprendían calor,  los haces de luz solar creaban  un enjambre de  claroscuros sobre las hojas  de los árboles en las márgenes del río, realzando la voluptuosidad de las copas, que perfilaban diferentes formas sobre el cielo al son que marcaba la suave brisa de la tarde.


La casa se había ventilado. El salón y la cocina estaban integrados en un solo espacio, los techos de la casa eran muy altos, de manera que la sensación de amplitud era enorme. La anchura de la fachada era de casi un metro; había un pasillo que comunicaba con las habitaciones. Dos ventanas horadaban el muro del pasillo;  el alfeizar era tan ancho que en el nicho generado se  alojaba  un puff de  suave seda italiana, perfecto para tumbarse apoyado sobre una  de las jambas del muro y mirar las vistas, leer o descansar. Sobre el otro flanco del pasillo, había una biblioteca algo escasa en volúmenes y algunos objetos de decoración, de los que no pertenecen a la vida de los dueños, con un paño de pared pintada de un verde oliváceo estucado.

Me entretuve en mirar los títulos. Había algunos libros franceses, quizás la casa perteneciera a una familia italo-francesa. Localicé rojo y negro de Sthendal, alcé el brazo y de puntillas lo saqué del estante. Empecé  a hojearlo. Al deslizar las yemas de los dedos sobre los filos de las hojas para pasarlas, me pregunté por qué nace esa curiosidad aparentemente vana; la curiosidad, aunque a veces beba del morbo, puede tener como fin último la esperanza de encontrar algo. Y lo encontré. Una hoja yerta, totalmente aplanada por la acción perenne de la presión de las hojas del libro.
Tanto tiempo ahí prensado…, ¿de cuándo dataría aquella hoja?, ¿qué protagonista la situó ahí?. Quizás esa hoja simbolice el resumen de una bella tarde de amor sobre cualquier parque de Roma. Decidí dejar la hoja en la misma página que la encontró, por no perturbar la intimidad de sus protagonistas.

Salí del apartamento camino a mi cita con Kristina. El movimiento ondulante de las copas de los árboles que flanquean las márgenes del Tíber provocaba una visión de gran belleza plástica; el movimiento de las copas viene anunciado por la brisa  y se produce un efecto semejante al de la música, por el cual nuestro cerebro imagina la siguiente nota de la canción de forma inconsciente, produciéndonos un vínculo entre la obra y el oyente.
Al cruzar  puente Sisto,  me distraje momentáneamente mirando de nuevo cómo se mecían las copas de los árboles . En ese preciso instante  pasó como un rayo una motocicleta que  no había visto, la cual me habría machacado un segundo antes de no haberme parado a mirar aquellas copas en movimiento. Seguí mi camino  sin más.  Una se mana más tarde,  me asaltó súbitamente el sentimiento de lo absurdo al rememorar el incidente mientras tomaba un café,  me afectaba un mal estar fruto del desconcierto que emana de esta verdad hiriente que la naturaleza te da sin preguntar por ella.