le feu follet

le feu follet
"Hay momentos de la existencia en que el tiempo
y la extensión son más profundos y el sentimiento
de la existencia parece inmensamente aumentado".


Charles Baudelaire.

domingo, 21 de febrero de 2016

Apoyada sobre el muro.





Por fin nos despedimos de unos desconocidos para mí,  conocidos por ella. Avanzamos unos metros por la acera y ya me sentí libre para rodear su cintura,  mientras caminábamos hacia el coche. Un buen rato de contención en público me hizo poder saborear  con mayor regocijo el disfrute mutuo. Por fin volvíamos a la agradable rutina de acariciarnos constantemente, mirarnos con complicidad cada pocos pasos, y besarnos sin límite en cada espera para cruzar cualquier calle.  Serían alrededor de las 4 de la madrugada. Poco quedaba ya por hacer, salvo llevarla a casa de sus padres y disfrutar por el camino  de nuestra intimidad lejos de la distancia que nos dictaba el estar en público.

Caminábamos por una de las aceras de la embajada de EEUU, la acera estaba poblada por las hojas de los plátanos que son símbolo arbóreo de las calles de Madrid. Sus tonos amarillos, a veces muy luminosos, comparte el suelo en armonía cromática con el suave color grisáceo de las aceras. A un lado nos flanqueaban los troncos de los árboles, al otro un imponente muro de la valla de la embajada.
La temperatura era fresca, pero en ningún modo incómoda. Los dos sentíamos una  pequeña  euforia en la conversación  por ser dueños de nuestra intimidad en el solitario Madrid de las madrugadas de otoño.
No quería que aquel feliz trance en forma de  paseo terminara. Me sentía feliz por advertir que aquellos momentos tan sencillos me eran tan gratos, y  tener la sensación de que no necesitaba nada más que a ella arropada por mi brazo en su cintura,  nuestro alegre paseo y el relajante paisaje urbano nocturno de Madrid.

Ella aminoró,  soltándose suavemente  de mi cintura.  Se detuvo  e  inclinó su cuerpo graciosamente para apoyarse en el muro; ya es la segunda vez que interrumpe un paseo para apoyar su esbelta figura, su espigado cuerpo curvilíneo sobre un muro callejero que limitaba con la embajada.  “He parado para mirarte” –  me susurraba dulcemente mientras me miraba con una amplia sonrisa - . He descubierto lo agradable que me resulta poder mirarla de cerca, cuanto más cerca estoy de su rostro, más te cautiva la acción conjunta de sus expresivos y dulces ojos,  más una media sonrisa entre bondadosa y complacida. Ya el tiempo no cuenta.

Empezamos a contemplarnos, a recrear nuestras miradas el uno en el otro, apoyamos nuestros antebrazos en los hombros del otro, nos abrazamos, nos cogemos de la cintura alternadamente. Ya el tiempo no cuenta.


Mientras, hablamos de cualquier tontería, cualquier carantoña es válida para tocarnos, para conocernos a través del tacto de nuestros cuerpos en conjunción;  nuestras miradas constantemente cómplices y juguetonas, sabedores de que este juego es tan intenso y gratificante como verdadero y trascendente. Quizás sea esta mezcla entre juego y proyecto común el que hace que estos momentos se proyecten en el tiempo, y una breve parada de una pareja sobre un muro se convierta en 40 minutos.





miércoles, 17 de febrero de 2016

Nuestro portal.




Noche tras noche,  situados en el límite de la puerta de acceso a tu portal, nos besamos apasionadamente. Después de nueve horas ininterrumpidas de besos,  caricias, miradas cómplices y conversaciones de todo tipo, - nueve horas que iban ser un café de una hora; lo nuestro es inevitable,  imparable- ;   llega la hora de que MP entre por su portal camino a su apartamento. La excitación amorosa es tal, nos rodea, colma nuestros sentidos de tal manera, que el hecho  de romper la impetuosa continuidad de nuestros besos y carantoñas parece un objetivo difícil, casi imposible de cumplir. Salimos del coche y te rodeo con mis brazos por detrás, apoyando mi cabeza sobre tu rotundo y recto hombro de mujer esbelta; vas girando tu cuello esperando que yo te bese la mejilla, sonríes;  caminamos juntos unos metros y te ríes abiertamente, mientras, aprieto con fuerza mis brazos para sentir tu vientre de mujer.

Llegamos al quicio de la puerta del portal, la entrada tiene un escalón de granito. Siempre nos situamos elevados en ese límite, jugando a alternar nuestras posiciones en él,  unas veces tú, otras veces yo. Tú,  casi siempre te sitúas apoyada en la puerta,  esperando a que yo te asalte apasionadamente unas veces, con ternura en otras. Te vuelvo a rodear con mis brazos, -esta vez enfrentado a ti- ; no puedo evitar acercarme con decisión y sentir nuestros cuerpos más entrelazados al apoyarte sobre la puerta. Nos besamos repetidamente con besos largos y otros pequeños que saben a gloria. Después,  paro un poco,  y cogiendo tus dos manos me separo un poco para poder contemplarnos mutuamente, con ternura y conscientes de nuestra pasión. Me dices que te has de marchar, -son las dos de la madrugada-, pero ambos sabemos que es imposible;  las ganas de estar fundidos, de que nuestros cuerpos estén en permanente contacto son tan grandes que llevamos ya 10 minutos de amor sobre ese escalón de granito y la portezuela de madera ocrre como testigo. Es navidad, y a través del cristalito translúcido de la puerta sentimos los destellos de luz parpadeante que perfilan  tu silueta con sus brillos;  es el arbolito que tú colocaste en la entrada.

Retomamos nuestros abrazos;  los  besos se tornan más compulsivos porque sabemos que el final se ha de producir. Durante  algunos instantes, mientras tú te sonríes con esa mirada tan cálida que te caracteriza,  tengo pensamientos que me hacen reflexionar sobre la intensidad de lo que estamos viviendo; oigo un ruido al otro lado de la calle, y dirijo mi mirada a algún lugar del edificio de en frente; me pregunto si alguien está siendo testigo de esta escena de amor ilusionante que los dos vivimos cada noche en este mismo rinconcito;  imagino que habrá de haber alguien que sea testigo de nuestro amor, debería haberlo. Es tan bonito,  tan limpio,  puro,  inocente y sincera nuestra atracción,  que me asalta de repente el pensamiento de que esto podría acabar;  ¿y si esto no durara para siempre?;  es tan bonito que me da miedo que termine, como el niño de Proust cuando espera el beso de su madre y lo anhela tanto que casi prefiere no recibirlo,  por el temor al sentimiento de pérdida posterior.

Me gustas. Abres la puerta apoyando tu espalda sobre la hoja mientras fijas tu mirada en el infinito como ensimismada , - realmente sólo la entornas-, y te yergues estática mientras yo te asalto otra vez.

 – No te vayas, espera.

El óvalo entero te vuelve a sonreír con una expresión de felicidad que se puede advertir en cada pequeña detalle de tu expresión facial.

Entramos en un bucle de pequeñas despedidas que en realidad se diluyen en una voluntad quebradiza debido a la fuerza de la pasión; sabemos que no es posible aún despedirnos. Abres la puerta totalmente y parece que vas a darme la espalda definitivamente. Sólo es un amago.  Te das la vuelta y con la perspectiva que me confiere estar ya en la acera,   puedo contemplar tu esbelta figura de mujer,  tan estilizada y jovial.   Sólo una personalidad como la tuya puede mover ese maravilloso cuerpo con tal gracia y sutileza elegante, con un estilo tan personal que te hace única. Qué placer visual.

No pienso dejarte marchar así;  corro hacia ti y te dejas alcanzar dejando tu cuerpo entregado sobre mis brazos mientras vuelves a reír con dulzura.

- Hay que marcharse, tu madre no va a poder entender cómo una despedida dura tanto.

- Sí, he de irme, ¡mañana nos veremos otra vez!


Empiezas a girar tu espalda,  finalmente das  un par de pasos,  y, súbitamente,- consciente de que sigo ahí admirándote y pidiendo un último beso Proustiano-, te das la vuelta con energía, te abalanzas enérgicamente  sobre mí y me das un solo beso;  ese beso que resume toda una maravillosa jornada de 9 horas. Estoy extenuado; felizmente vaciado de amor.

La puerta esta cerrada; me quedo mirando hacia la acera confuso, como un animalillo que acaba de despertar de un sueño extraño, confundido;  ahora estoy en la calle y finalmente, antes de partir, dirijo la mirada hacia ese lugar en el edificio de la acera de enfrente donde debe estar ese testigo anónimo; ahí debes estar, tras el reflejo de alguna ventana.












martes, 16 de febrero de 2016

El temor al deseo.




Proust, en un pasaje del volumen uno de “El tiempo perdido”,  describe tiernamente  el curioso sentimiento de un niño en relación al temor de que un placer le sobrevenga, -sólo por el hecho de que,  tal disfrute le brinda -, que la tristeza del pensamiento de que ese placer habrá de finalizar, casi le hace desear que ni se produzca.

En el pasaje, el niño,  cada noche,  acostado en su cama, espera ansioso el sonido de las maderas de la escalera, signo inequívoco de que su madre se dirige a darle el ansiado beso diario de buenas noches; pero ese signo, al mismo tiempo,  le genera un sentimiento de miedo: el sentimiento de inevitable pérdida que anuncia ese placer es igual, o más intenso,  que el ansia de que el placer le sobrevenga.






Pequeños hallazgos.



Algunas veces me pregunto cuál será el motivo de que tenga tanto interés en leer a los grandes autores. Hay una razón,  que a parte de otras menos conscientes, me resulta muy fácil de identificar. Los grandes escritores de la historia han tenido la capacidad de describir con maestría los profundos sentimientos humanos, los miedos, las angustias, los placeres. El viaje a través de las líneas de un texto probablemente escrito hace cientos de años, termina por fundir en conexión al vivo y al muerto;  un muerto que se torna vivo a través del vivo;  aquel, con su inteligencia, intelecto cultivado y  dote artística, es capaz de condensar en pensamiento escrito una serie de breves renglones con alguna idea o concepto de manera prodigiosa, con una lucidez al  tiempo sencilla y erudita.

El milagro está en la elección de  las palabras adecuadas,  que en una determinada conjunción, hacen aflorar de forma natural, -de forma tan bella-,  una verdad humana. Estos momentos de hallazgo, en los que el lector encuentra una verdad de la vida resumida tan brillantemente en un corto espacio de letras o frases, son parte del encanto de la experiencia lectora; una experiencia inolvidable por cuento son esos momento de hallazgo vital los que le hacen a uno sentir que ahonda en los pequeños secretos de la vida.

Y quizás, el placer de descubrir tales secretos en tan bellos párrafos, provenga de mi obstinada  voluntad por encontrar, - desde muy jovencito -,  las palabras adecuadas que pudieran hacer expresable un sentimiento que yo musitara. La imposibilidad de transmitir  un sentimiento o pensamiento siempre me ha parecido una fatalidad, una desgracia que me generaba frustración, porque yo deseaba comunicar.

Una frase, una idea o sentimiento condensado, puede ofrecerme un placer de gran intensidad, por eso, y como prueba de este gozo que siento por el encuentro de estos párrafos escondidos entre páginas, quiero traer como ejemplo una frase,- ni siquiera llega a párrafo, de ahí mayor su magia- , que Giacomo Leopardi escribió hacia 1.820 a su querido y respetado amigo Carlo; cuando las amistades podían ser tan respetuosas como intensas, y en las que la palabra amor era pronunciada en las relaciones epistolares de la época como muestra de estima en la amistad para con el otro.





"Tú,tu amor, el pensamiento de ti, sois como la columna y el ancla de mi vida”

Giacomo Leopardi. Carta a su amigo Carlo.







lunes, 15 de febrero de 2016

El vaso.




Esto que llamamos la vida,  - vivir -,  es como si tuvieras un vaso que vas llenando de agua con el transcurrir del tiempo. Al principio,  crees que vas aprendiendo cosas; crees que te queda poco para colmar el vaso;  piensas que a mayor nivel de agua,  mayor nivel de certeza,  y,  según van pasando los años,  terminas dándote cuenta de que cuanto más lleno está el vaso mayores son las dudas, y que las certezas, más bien,  quedan reducidas al pequeño espacio del vaso que aún permanece sin colmar.




domingo, 14 de febrero de 2016

Al lado del Perro y la Galleta.




Disfruto a cada paso que doy contigo. Los dos caminamos con el mismo paso calmado y al tiempo grácil; tu compañía me es tan agradable. Cada momento del paseo me nutre de sensaciones placenteras, suavemente,  como el constante placer que emana del aroma de un buen perfume sobre el cuello de una dama de gusto exquisito;  estoy gozoso, orgulloso de tenerte a mi lado. Cada pocas zancadas nos miramos y tú me brindas sonrisas de cómplice. Te iluminas; tus ojos y tu amplia sonrisa me transmiten satisfacción. En cualquier momento, tras una broma mía, mirarás al cielo clamando paciencia con ese gesto que es tan tuyo y me devolverás una mirada de tierna alegría. Siento que me amas en esos instantes críticos de extasiante felicidad.

Rodear tu mano me resulta tan natural… ;  no me he dado cuenta y ya te he abrazado la cintura. A veces,  pongo mi antebrazo sobre tu hombro; otras,  eres tú la que con espontánea dulzura colocas el antebrazo sobre mi hombro mientras me miras con cariño. Opps, no nos hemos dado cuenta  y hemos llegado a nuestro destino;  ha pasado el tiempo tan rápido… .Me apoyo sobre la valla de esta calle transitada y céntrica de Madrid. Tú, jovial y sonriente,  te aproximas decidida a tomar mi cuerpo mientras mantienes tu  mirada en la mía. Ya me tienes, estamos fijados el uno al otro, fundidos. Me  rodeas con tus estilizados brazos mientras yo utilizo esos instantes para contemplar tus imponentes hombros de extraordinaria feminidad y simetría. Te miro a los ojos otra vez:  sientes un cándido pudor y retiras tu mirada proyectándola hacia algún sitio en ninguna parte del paisaje. Es en ese preciso instante en que tu mirada paraliza la ciudad,  cuando estremeces algo en mi interior, y quedo conquistado.. 



jueves, 11 de febrero de 2016

El cabello de Drieu.




Jeanne está cada vez más seria, me mira con ojos cada vez más profundos. Tal vez sólo porque tenemos este nuevo apartamento, tan exquisito en su modestia. Se siente por fin en su nido. Ella que, como yo, ha rodado tanto tiempo de hotel en pensión. Para una mujer es importante hacer su nido. En cuanto a mí, nada retengo. Jamás he poseído nada. Pierdo los objetos, los amigos me roban los libros. Se cree fijada y cree haberme fijado. Cuenta con mi envejecimiento. La otra noche pasaba sus puntiagudos dedos por mis cabellos. Le dije:

   -  ¿Cuentas mis canas?

   -  Sí,  son mías,  las otras mujeres han tenido tus ridículos cabellos de hombre joven.



Pierre Drieu La Rochelle. Diario de un exquisito.





Un peaje de la memoria: el trauma.



Sin la memoria no podríamos  sobrevivir. Eres  ese  truco que nos proporciona, a través del recuerdo, una identidad que no tenemos. Pero el  recuerdo de los sucesos que nos afectan, nos deja impreso traumas, inseguridades y miedos  que lastran las relaciones entre nosotros, como esos elefantes que salen huyendo al avistar a un humano. Decía Jodorowsky,  que quien sufre un trauma, se queda en la edad del trauma.





Tu presencia.





Gozo de mi alma,  observarte en movimiento. Me reconozco a través de ti, cuando suspiras sin razón alguna. No necesito poseerte con el abrazo de nuestros cuerpos, porque ya en la distancia en que mi mirada te penetra, me siento habitando dentro de ti. Nada hay más intenso, más auténtico y más sencillo que un amor irracional: el del sentido de la no razón. Te siento sólo con avistarte. No necesito apostar por ti, pues tú te me desparramas con un leve giro de tu cabeza, o una mirada al cielo. La espontaneidad de tu risa;  mi paz me das.



martes, 9 de febrero de 2016

En las entrañas de cada mujer.




"El profundo  sentido de símbolo que revela el hecho anatómico de que mientras los órganos sexuales de hombre tienen algo de circunscrito, de separado y casi añadido exteriormente al resto del cuerpo, en la mujer se encuentran en lo más profundo de su carne más íntima

Otto Weininger.



Los genes no entienden de  la firme voluntad de la ideologías igualitarias de género, nos repiten,  nacimiento tras nacimiento las mismas leyes. Jamás un hombre alojará en su interior a una mujer. Sólo la mujer aloja al hombre, acogiéndolo en su interior;  permitiendo que un elemento exterior a ella la penetre y la habite, morando sus carnes más intimas,  como cita Weininger. Incluso, aunque después de este incontrovertible acto anatómico de conquista masculina y acogida de la mujer, si ésta, por decisión propia, decidiera obviar esta evidencia de su mente, nada podrá borrar la indeleble huella que en su subconsciente y en la memoria de su cuerpo dejará dicha invasión.  Esta particularidad anatómica de la mujer, -ser morada-, es trascendente. Siendo hombre, quisiera sentir la decisiva importancia de ser generador de vida, de que mi cuerpo, al ser habitado, tomara el pulso de la importancia de acoger en mi seno a otro ser humano;  por otro lado, siento un respeto, sentiría un miedo por las inevitables consecuencias corporales que en mí dejarían  la elección de tal ser, por lo que, ser hombre resulta más fácil en este sentido, pues nuestra condición natural de permanente elemento ajeno  nos da la posibilidad de la fácil renuncia a la trascendencia del acto.