Por fin nos despedimos de unos
desconocidos para mí, conocidos por ella. Avanzamos unos metros por la
acera y ya me sentí libre para rodear su cintura, mientras caminábamos hacia el coche. Un buen
rato de contención en público me hizo poder saborear con mayor regocijo el disfrute mutuo. Por fin
volvíamos a la agradable rutina de acariciarnos constantemente, mirarnos con
complicidad cada pocos pasos, y besarnos sin límite en cada espera para cruzar
cualquier calle. Serían alrededor de las
4 de la madrugada. Poco quedaba ya por hacer, salvo llevarla a casa de sus
padres y disfrutar por el camino de
nuestra intimidad lejos de la distancia que nos dictaba el estar en público.
Caminábamos por una de las aceras
de la embajada de EEUU, la acera estaba poblada por las hojas de los plátanos
que son símbolo arbóreo de las calles de Madrid. Sus tonos amarillos, a veces
muy luminosos, comparte el suelo en armonía cromática con el suave color
grisáceo de las aceras. A un lado nos flanqueaban los troncos de los árboles,
al otro un imponente muro de la valla de la embajada.
La temperatura era fresca, pero
en ningún modo incómoda. Los dos sentíamos una
pequeña euforia en la
conversación por ser dueños de nuestra
intimidad en el solitario Madrid de las madrugadas de otoño.
No quería que aquel feliz trance
en forma de paseo terminara. Me sentía feliz
por advertir que aquellos momentos tan sencillos me eran tan gratos, y tener la sensación de que no necesitaba nada
más que a ella arropada por mi brazo en su cintura, nuestro alegre paseo y el relajante paisaje
urbano nocturno de Madrid.
Ella aminoró, soltándose suavemente de mi cintura. Se detuvo
e inclinó su cuerpo graciosamente
para apoyarse en el muro; ya es la segunda vez que interrumpe un paseo para
apoyar su esbelta figura, su espigado cuerpo curvilíneo sobre un muro callejero
que limitaba con la embajada. “He parado
para mirarte” – me susurraba dulcemente
mientras me miraba con una amplia sonrisa - . He descubierto lo agradable que
me resulta poder mirarla de cerca, cuanto más cerca estoy de su rostro, más te
cautiva la acción conjunta de sus expresivos y dulces ojos, más una media sonrisa entre bondadosa y
complacida. Ya el tiempo no cuenta.
Empezamos a contemplarnos, a
recrear nuestras miradas el uno en el otro, apoyamos nuestros antebrazos en los
hombros del otro, nos abrazamos, nos cogemos de la cintura alternadamente. Ya
el tiempo no cuenta.
Mientras, hablamos de cualquier
tontería, cualquier carantoña es válida para tocarnos, para conocernos a través
del tacto de nuestros cuerpos en conjunción; nuestras miradas constantemente cómplices y
juguetonas, sabedores de que este juego es tan intenso y gratificante como
verdadero y trascendente. Quizás sea esta mezcla entre juego y proyecto común el
que hace que estos momentos se proyecten en el tiempo, y una breve parada de
una pareja sobre un muro se convierta en 40 minutos.