Proust, en un pasaje del volumen
uno de “El tiempo perdido”, describe tiernamente
el curioso sentimiento de un niño en
relación al temor de que un placer le sobrevenga, -sólo por el hecho de que, tal disfrute le brinda -, que la tristeza del
pensamiento de que ese placer habrá de finalizar, casi le hace desear que ni se
produzca.
En el pasaje, el niño, cada noche, acostado en su cama, espera ansioso el sonido
de las maderas de la escalera, signo inequívoco de que su madre se dirige a
darle el ansiado beso diario de buenas noches; pero ese signo, al mismo tiempo, le genera un sentimiento de miedo: el
sentimiento de inevitable pérdida que anuncia ese placer es igual, o más intenso, que el ansia de que el placer le sobrevenga.