Noche tras noche, situados en el límite de la puerta de acceso a
tu portal, nos besamos apasionadamente. Después de nueve horas ininterrumpidas
de besos, caricias, miradas cómplices y
conversaciones de todo tipo, - nueve horas que iban ser un café de una hora; lo nuestro es inevitable, imparable- ; llega
la hora de que MP entre por su portal camino a su apartamento. La excitación
amorosa es tal, nos rodea, colma nuestros sentidos de tal manera, que el hecho
de romper la impetuosa continuidad de
nuestros besos y carantoñas parece un objetivo difícil, casi imposible de
cumplir. Salimos del coche y te rodeo con mis brazos por detrás, apoyando
mi cabeza sobre tu rotundo y recto hombro de mujer esbelta; vas girando tu cuello
esperando que yo te bese la mejilla, sonríes; caminamos juntos unos metros y te ríes
abiertamente, mientras, aprieto con fuerza mis brazos para sentir tu vientre de
mujer.
Llegamos al quicio de la puerta del portal, la entrada tiene un escalón de granito. Siempre nos situamos
elevados en ese límite, jugando a alternar nuestras posiciones en él, unas veces tú, otras veces yo. Tú, casi
siempre te sitúas apoyada en la puerta, esperando a que yo te asalte apasionadamente
unas veces, con ternura en otras. Te vuelvo a rodear con mis brazos, -esta vez
enfrentado a ti- ; no puedo evitar acercarme con decisión y sentir nuestros
cuerpos más entrelazados al apoyarte sobre la puerta. Nos besamos repetidamente con besos largos y otros pequeños que saben a gloria. Después, paro un poco, y cogiendo tus dos manos me separo un poco
para poder contemplarnos mutuamente, con ternura y conscientes de nuestra
pasión. Me dices que te has de marchar, -son las dos de la madrugada-, pero ambos
sabemos que es imposible; las ganas de estar fundidos, de que nuestros cuerpos estén
en permanente contacto son tan grandes que llevamos ya 10 minutos de amor sobre
ese escalón de granito y la portezuela de madera ocrre como
testigo. Es navidad, y a través del cristalito translúcido de la puerta
sentimos los destellos de luz parpadeante que perfilan tu silueta con sus brillos; es el arbolito que tú colocaste en la entrada.
Retomamos nuestros abrazos; los besos se tornan más compulsivos porque sabemos
que el final se ha de producir. Durante algunos
instantes, mientras tú te sonríes con esa mirada tan cálida que te caracteriza,
tengo pensamientos que me hacen
reflexionar sobre la intensidad de lo que estamos viviendo; oigo un ruido al
otro lado de la calle, y dirijo mi mirada a algún lugar del edificio de en frente;
me pregunto si alguien está siendo testigo de esta escena de amor ilusionante que los dos vivimos cada noche en este mismo rinconcito; imagino que habrá de haber alguien que sea
testigo de nuestro amor, debería haberlo. Es tan bonito, tan limpio, puro, inocente y sincera nuestra
atracción, que me asalta de repente el pensamiento
de que esto podría acabar; ¿y si esto no durara para siempre?; es tan bonito
que me da miedo que termine, como el niño de Proust cuando espera el beso de su
madre y lo anhela tanto que casi prefiere no recibirlo, por el temor al
sentimiento de pérdida posterior.
Me gustas. Abres la puerta apoyando tu
espalda sobre la hoja mientras fijas tu mirada en el infinito como ensimismada , - realmente sólo la entornas-, y te yergues estática mientras yo te asalto otra vez.
– No te vayas, espera.
El óvalo entero te vuelve a sonreír
con una expresión de felicidad que se puede advertir en cada pequeña detalle de
tu expresión facial.
Entramos en un bucle de pequeñas
despedidas que en realidad se diluyen en una voluntad quebradiza debido a la fuerza de la pasión; sabemos que no es posible aún despedirnos.
Abres la puerta totalmente y parece que vas a darme la espalda definitivamente.
Sólo es un amago. Te das la vuelta y con
la perspectiva que me confiere estar ya en la acera, puedo contemplar tu esbelta
figura de mujer, tan estilizada y
jovial. Sólo una personalidad como la
tuya puede mover ese maravilloso cuerpo con tal gracia y sutileza elegante, con un estilo
tan personal que te hace única. Qué placer visual.
No pienso dejarte marchar así; corro hacia ti y te dejas alcanzar dejando tu cuerpo entregado sobre mis brazos
mientras vuelves a reír con dulzura.
- Hay que
marcharse, tu madre no va a poder entender cómo una despedida dura tanto.
- Sí, he de irme, ¡mañana
nos veremos otra vez!
Empiezas a girar tu espalda, finalmente das un par de pasos, y, súbitamente,- consciente de que sigo ahí admirándote y pidiendo un último beso Proustiano-, te das la
vuelta con energía, te abalanzas enérgicamente sobre mí y me das un solo beso; ese
beso que resume toda una maravillosa jornada de 9 horas. Estoy extenuado;
felizmente vaciado de amor.
La puerta esta cerrada; me quedo mirando hacia la acera confuso, como un animalillo que acaba de despertar de un sueño extraño, confundido; ahora estoy en la calle y finalmente, antes de partir, dirijo la mirada hacia ese lugar en el edificio de la acera de enfrente donde debe estar ese testigo anónimo; ahí debes estar, tras el reflejo de alguna ventana.