le feu follet

le feu follet
"Hay momentos de la existencia en que el tiempo
y la extensión son más profundos y el sentimiento
de la existencia parece inmensamente aumentado".


Charles Baudelaire.

miércoles, 27 de octubre de 2021

ROMA

 

Cogí un taxi en el aeropuerto que me llevó directo al centro de Roma , donde había alquilado un apartamento justo al enfrente del ponte Sisto,  en el barrio del Trastévere.

Deseaba verla con la excusa de visitar la cuidad. Iba a Roma,  y casi a cualquier sitio donde se hubiera encontrado ella,  pues la tenía idealizada,  sentía  la presencia del velo blanco, pulcro,  que uno extiende sobre la mujer pretendida cuando no encuentra  mácula que le suscite reparo alguno.

Me esperaba en la puerta del edificio una señora de unos 50 años, algo gruesa, desde luego no era la propietaria, debía ser alguien que trabajaba para la dueña. Me saludó con energía y cordialidad; comenzó a hablarme en italiano como lo hacen las personas que no conocen una segunda lengua, mirando con intensidad y repitiendo más alto las frases,  como si el interlocutor así  fuera a entender , “debía entender”.

Mientras subíamos las escaleras hacia la primera planta, donde me alojaría, la mujer comenzó a explicarme la utilidad del nutrido manojo de llaves que llevaba. Entramos en el piso. Lo primero que vi fue un piano a la izquierda enmarcando el zaguán. La señora se afanó en que quedara claro qué tipo de llave debía utilizar para cada puerta, pues el edificio de corte neoclásico contaba con un soportal con cancela, por lo que había varias puertas antes de llegar a mi piso.

Al mismo tiempo que la escuchaba, mi imaginación se preguntaba si ese piano era tocado con regularidad, y tuve la tentación de preguntarle a la señora sobre el piano, por si aquella información me diera una idea del tipo de personas que moraban esa casa. Pero no lo hice. Me dio vergüenza hacerlo, quizás porque en el fondo sentí que preguntar sobre el piano sería en como penetrar en intimidad de una casa sobre la que yo simplemente tenía derecho a dormir durante tres noches.

La señora me advirtió de que si no seguía el orden de las utilización de las llaves, podría quedarme encerrado en las escaleras;  empecé a entender que su interés en aclararme este tema de las llaves obedecía más al fastidio que supondría para ella tener que regresar a rescatarme,   que por ser una persona responsable.

Cuando la señora cerró la puerta y me encontré solo, tuve una sensación de que la casa era mía y podría escudriñarla con tranquilidad. Abrí una de las ventanas que dan al río. La vista estaba tamizada por la interposición de los arcos de medio punto que formaban los soportales. Durante algunos segundos me dediqué a comprobar las vistas efectivas se divisaban sobre el río y el puente.

El aire humedecido por el rio penetraba en las estancias de la casa al abrir las ventanas. Eran las seis de la tarde de un día de Marzo, y la sensación de calor era acusada. Las calles de Roma desprendían calor,  los haces de luz solar creaban  un enjambre de  claroscuros sobre las hojas  de los árboles en las márgenes del río, realzando la voluptuosidad de las copas, que perfilaban diferentes formas sobre el cielo,  al son que marcaba la suave brisa de la tarde.   

La casa se había ventilado. El salón y la cocina estaban integrados en un solo espacio. Los techos de la casa eran muy altos, de manera que la sensación de amplitud era enorme. La anchura de la fachada era de casi un metro; había un pasillo que comunicaba con las habitaciones. Dos ventanas horadaban el muro del pasillo;  el alfeizar era tan ancho que en el nicho generado se  alojaba  un puff de  suave seda italiana, perfecto para tumbarse apoyado sobre una  de las jambas del muro y mirar las vistas, leer o descansar. Sobre el otro flanco del pasillo, había una biblioteca algo escasa en volúmenes y algunos objetos de decoración, con un paño de pared pintada de un verde oliváceo estucado.

Me entretuve en mirar los títulos. Había algunos libros franceses, quizás la casa perteneciera a una familia italo-francesa. Localicé Rojo y Negro de Sthendal, alcé el brazo y de puntillas lo saqué del estante. Empecé a hojearlo. Al deslizar las yemas de los dedos sobre los filos de las hojas para pasarlas, me pregunté por qué nace esa curiosidad aparentemente vana de ojear un libro; dede ser ese morbo o esperanza por la sorpresa, a la mitad del libro encontré una hoja yerta, totalmente aplanada por la acción perenne de la presión de las hojas del libro.

Tanto tiempo ahí prensado…, ¿de cuándo dataría aquella hoja?, ¿qué protagonista la situó ahí?.

Era mi primera noche en Roma y no tenía plan, a Kristina no la vería hasta el viernes  por la tarde. Me acordé del tip que me dio para cenar una romana que conocí en Madrid una noche en El Amante. 

Al Amante se llegaba sobre las 3:00 con la euforia de ir en grupo. Entrabas por una doble puerta protegida por sendas lonas pesadas de terciopelo rojo , cuando apartabas la última lona era como aparecer de golpe en la escena de un teatro. Lo primero que vi fue a esta italiana sentada en una pequeña barra que había nada mas entrar a la derecha. Me pedí una copa y la entré. Dejé a los demás que fueran al fondo del garito y me puse a hablar con ella. Ya por la elegante posición de su postura y ademanes, pensé que era extranjera. Tenía un armonioso óvalo renacentista, el  cabello,  castaño liso y aplanado,   seguía la geometría de su cabeza y  sus ojos azules,  me miraron con atención al yo preguntarle:

-        ¿Qué haces en Madrid?

Elevó levemente el mentón y, con la misma seguridad en sí misma que Teresa Raffo en El Inocente de Visconti espetó:

-        Estoy estudiando un máster.


Seguía clavándome la mirada, pero ahora su rostro tornaba hacia una ternura más propia de la abnegada Guliana en el mismo film; aunque era muy joven,  había vivido vidas, y previó mi interés; marcó una amable media sonrisa condescendiente  para darme a entender no tenía nada que hacer con ella.

 

-        ¿Vas a estar mucho tiempo por Madrid?

-        Me queda sólo un mes y regreso a Roma

 

Hablamos un par de minutos más, le comenté que iría a Roma en breve y que si conocía buenos sitios para cenar:

 

-        Puedes ir a la plaza Delle Coppelle, ahí hay un pequeño restaurante con terraza que aun estando en el centro de Roma no es conocido por turistas, hay ambiente romano.

 

Meses después de conocerla, seguía viendo fotos suyas en fiestas aburguesadas por Roma, ahora estará casada y con todo resuelto.


Eran las 9 de la noche. Al cruzar el Ponte Sisto,  reinaba una brisa que provocaba el movimiento ondulante de las copas de los árboles que adornan las márgenes del Tíber, mostrándose una visión de gran belleza plástica. 

El movimiento de las copas viene anunciado por la brisa, produciéndose un efecto semejante al de la música,  por el cual,  nuestro cerebro imagina la siguiente nota de la canción de forma inconsciente,  generándose un vínculo entre la obra y el oyente.

Una vez cruzado el río, me distraje momentáneamente mirando de nuevo cómo se mecían las copas de los árboles.

En ese preciso instante, pasó como un rayo la típica vespa romana que no había visto, la cual me habría machacado un segundo antes de no haberme parado a mirar aquellas copas en movimiento.

Ya era noche cerrada sobre Roma. Me interné en las estrechas calles del centro. Era posible pasar por Piazza Navona o por la plaza del Panteón de camino al restaurante, pero, ¿cómo iba a transitar por la plaza del Panteón simplemente de paso?. El Panteón, o se le descubre súbitamente , de golpe,  lo cual me paso años atrás y aún tengo indeleble el shock , o bien , como las grandes películas,  decides qué día exacto estás con el feeling de revisionarla para gozar al máximo.

Evité el panteón escogiendo Via della Dogana Vecchia. Su estrechez no podía hacer intuir que tras su flanco izquierdo estaba Piazza Navona y tras el derecho un poco más allá, el Panteón.

Por fin llegué a la placita. Era recoleta y la terraza estaba llena, todos cenando en pequeñas mesitas con velas. Nadie quería comer dentro por el calor. Había un suave murmullo, es algo que te impresiona cuando sales de España, desaparecen los gritos y la algarada gratuita.

Pasaron unos minutos y ahí nadie me miraba para atenderme. Me puse en el quicio de la puerta principal mirando hacia la terraza y con paciencia esperé que alguien me atendiera. Había un hombre de unos 40 años que no paraba de organizar, debía ser el Maitre.  Parecía un centurión, menuda planta tenía el tío;  andaba con un paso muy seguro;  vestía con chaqueta y portaba un fular sin anudar con una naturalidad pasmosa. Por la pinta no podía ser un simple asalariado.

Una de las veces que paso por mi lado, de repente se paró y me dijo

-        ¿español verdad?

-        Si, sí, soy español, hablas español por lo que veo.

-      Si claro, tengo amigos españoles, una pareja de Madrid estuvieron hace poco por aquí, Ana y Jorge, mira te enseño su Facebook, seguro que los conoces.

Me enseñó una foto y resulta que era Belén Castro y su novio. Me quedé pasmado de que efectivamente el pensase que yo conociera a aquellos dos, pero él actuó como si siempre lo hubiese sabido.

El tipo la verdad que era muy atrayente, un modelo y con mucha personalidad en sus gestos.

-        ¿Estás solo verdad?

-        ¿No lo está todo el mundo?

-        Pues está difícil que te pueda conseguir una mesa en la terraza; espérate que ahora llegan mis   amigos y vas a cenar con nosotros

-          No hace falta no te preocupes

  Me miró con serenidad

Yo me quedé en el quicio, con una copa de  vino blanco buenísimo que él mismo me trajo.  A los pocos minutos aparecen dos personajes amiguetes del centurión, uno de ellos calvo y bastante chulo, el otro más pequeñito, ambos con mucho estilo como casi todos los romanos.

Ahí estábamos de pie en el interior, me los presenta y empiezan a hablar conmigo como si nos conociéramos de toda la vida.

-        ¿De dónde vienes?

-        He venido en coche desde Madrid y he pasado unos días en Milán,  después pasé por la toscana y finalmente he llegado a Roma. ¿Qué te parece Milán?

En ese instante nos traen un trozo de pizza  de una masa finísimo y Carlo, así se llamaba el calvo, empieza a comer de pie mientras me habla con el mismo tono que yo hablaría a un amigo:

-      En Milán hay buenas mujeres, pero Milán es un coñazo, es la ciudad del trabajo. Ahí vas para tema laboral, pero nada más. Es mucho más distraído Roma.

-        ¿Y a que te dedicas?

-        Soy Arquitecto, me dedico a restaurar fachadas en Madrid.

-        ¿Y qué te parecen las fachadas de Roma?, ¿no las ves fatal?

-   Pues me sorprende la cantidad de edificios que tienen las fachadas muy deterioradas, hay fachadas que llevan más de 60 años sin restaurar. Afortunadamente aquí utilizan pinturas con pigmentos de silíceo y se conservan mucho mejor que en Madrid para la misma edad.

Pero, ¿cómo es posible que haya tantas fachadas de edificios de viviendas sin renovar?

-     Uno de los problemas de Italia, de Roma, es la burocracia. Para afrontar la restauración de un edificio tienes que pasar por una serie de procesos burocráticos infinitos hasta que te den una licencia, puedes tardar mas de 6 años. Mucha gente desiste, Lo sé porque mi familia tiene edificios en Roma.

Me miraba con la cabeza en escorzo constantemente y los ojos un poco perdidos hacía el fondo de la barra, de repente me di cuanta de que era clavado a Gabrielle Dannunzio, igual de calvo, con la misma cara afilada de ojos sagaces y brillantes, pero en versión alto.

 

domingo, 24 de octubre de 2021

Dovstoievski y "la infinita clemencia del Zar Nicolás".

Al Alba del 22 de diciembre de 1849 condujeron a Fiódor  Dostoievski de 28 años a plaza Semionovski  de San Petersburgo junto a sus compañeros de prisión. Sobre la nieve había una fila de soldados con rifles frente a 3 postes de madera gris cercanos a la pared. Se hizo formar a los conspiradores y se leyeron sus nombres seguidos de las palabras “condenado a muerte por fusilamiento”.Era la primera vez que escuchaban un su condena y fue como un jarro de agua fría.

Obligaron a los prisioneros a arrodillarse en la nieve y un sacerdote leyó en voz alta por encima de sus cabezas las palabras que exigía el ritual. Años después Dostoievski describiría en tercera persona lo que sintió mientras esperaba que se cumpliera la condena:

Había una Iglesia cerca con su tejado dorado brillando bajo el sol recordaba haber mirado con gran intensidad el tejado y los rayos de sol que brotaban en él no podía apartar sus ojos de ellos le parecían su nueva naturaleza y sintió que en 3 minutos de alguna forma se fundiría en ellos.

Hicieron avanzar a los 3 primeros prisioneros y los ataron a los postes con cuerdas,  los brazos firmemente inmovilizados hasta la espalda y las cabezas envueltas en capuchas de lino. Dostoievski era uno de los tres  siguientes. El oficial dio la orden y los soldados del pelotón de fusilamiento alzaron los rifles.

De repente se oyó el sonido de cascos al galope.  El jinete detuvo su caballo junto al oficial y le entregó un paquete sellado el oficial rompió el sello y leyó el mensaje:  Por la infinita clemencia de su majestad el Zar Nicolás se había conmutado la las condenas de los prisioneros. Más tarde Dostoievski escribiría “ No recuerdo el día más feliz de mi vida”.  Tuvo suerte: otro de los conspiradores se había vuelto loco tras la experiencia que en el fondo no había sido más que una cruel farsa desde el principio ideada por el Zar mismo para enseñar a Dostoievski y los demás prisioneros una lección que no olvidarían nunca. Dostoievski siempre recordaría esta experiencia,  pues más tarde escribiría:  “ ¿sabéis lo que es una sentencia de muerte? . Quien nunca ha mirado a la muerte a la cara no lo puede entender”.  

Una persona que ha pasado por tales experiencias no solo toma las cosas a la ligera lo que sin duda se ha aplicado estoy aquí a su vida y a su obra.

Paul Strathenrn

viernes, 8 de octubre de 2021

El Grito


La observo y le grito mi admiración desde el mudo destierro que representan la intimidad de mis pensamientos. Me pregunto cómo percibirá mi mirada proyectada sobre su rostro cuando me la quedo mirando,  mientras hablamos de cualquier tema rutinario. 

Le grito y le grito mi frustración por no poder extender mi mano hacia su delicada mejilla cuando me nazca,  y prestarle una suave caricia sin mayor motivo que la voluntad de ser yo,  a través de ella;  por ese deseo desnudo y primitivo que su tierna alma despierta en mi.

A veces, cuando la miro intensamente,  desprende una sutil mueca pudorosa y un pequeño triunfo se apodera de mi. Es solo en esos pequeños momentos cuando me atrevo a cogerle  la mano un  instante,  o rozar la tersa piel de sus hombros.  Después, me retiro y yago de nuevo en el mudo destierro de mis pensamientos, gritando , gritando.