La Luna.
Es Septiembre, aún puedo disfrutar de una temperatura
agradable en mi terraza. A la 01:30, la
noche es cerrada ya. Salí del interior de mi piso con el ánimo de aprovechar las vistas
nocturnas. Aunque había sido una jornada algo calurosa, por la noche, de
madrugada, la temperatura desciende lo suficiente para sentir el frescor de la
brisa. Me interné en la terraza hasta alcanzar la barandilla. La cuidad estaba
silenciosa. Me apoyé en los barrotes y giré la cabeza mirando hacia el Oeste en
busca de la profundidad del paisaje urbano. Inesperadamente, ¡la luna estaba
ahí!, pero no en lo alto, sino sensiblemente elevada sobre
la línea del horizonte. Últimamente miro la luna a menudo, y la veo con otros
ojos. Siento su peso; una colosal esfera
flotando, - aunque pequeña a mi vista -, se
sitúa levitando en la atmósfera, como si perteneciera a la tierra. Sé que está lejos, muy distante,
pero la siento como una pesada bola que nos acompaña, como un cuerpo
armonioso y amigo, perfectamente
esférico.
La Luna puede verse como un
elemento pintoresco parecido a una
composición sencilla de Kandinsky o Miró, con pocos elementos geométricos formando un
equilibrio que se hace presente a través del reflejo de la luz del Sol sobre su superficie. Nuestra incapacidad para
decidir sobre la pertinencia acerca de la presencia de la luna en cada momento, le otorga un carácter trascendente, impositivo , preexistente,
y al mismo tiempo, -debido a su simplicidad conceptual en términos geométricos-,
me suscita cierta ironía, pues, ¿cómo es
posible un elemento importante en el orden del sistema solar se presente ante nuestra
vista bajo una forma extremadamente simple?; como si fuera un elemento decorativo, un
elemento aparentemente intrascendente que nos acompaña siempre, pero no se expresa nunca, ni ejerce ninguna acción
que nos sobresalte. Es incluso, en ocasiones, un testigo impertinente de cualquier situación
desagradable que vivamos, omnipresente aunque no esté iluminada por el
sol y no la veamos, se hará presente por su acción gravitatoria, aunque no la
percibamos conscientemente.
La luna es siempre lo que
nosotros queramos que sea, precisamente
por su estabilidad, su eternidad se nos manifiesta como ese referente que,
según nuestra sensibilidad de cada día, la vemos con unos ojos u otros. Por
ello, la luna nos sirve de espejo
donde vernos reflejados en términos
sensibles. Quizás, ese día que te fijaste en la luna, no estaba tan bella como
pensabas, más bien tú estabas sensible a verla, hallaste su belleza, te encontraste a ti mismo
a través de su imagen en alguna posición en su constante recorrido por nuestra
bóveda celeste.
Yace quieta, impertérrita,
pero siempre cambiante. Su movimiento es imperceptible a nuestra mirada, por eso
es quietud, un estatismo que sólo el
tiempo, con sus avance irreversible, nos lo hace evidente a través de los rayos del Sol, todo un gran engranaje de piezas geométricas simples y movimientos armoniosos. Su dinamismo lumínico nos viene dado por el efecto
variable del Sol en lo que es para la mayoría de nosotros un recorrido incierto.
Aquella noche, la esfera se
encontraba iluminada en su mitad inferior, pero el plano que marcaba la
separación entre la negritud que la esconde y el dulce ambar suavemente reflejado que la muestra formaba un ángulo
de unos 45 grados con el suelo que pisamos. Desde el ecuador hacia abajo su geografía
accidentada era claramente visible. Parecía como si estuviera siendo iluminada
por la acción del hombre con rayos de luz desde la tierra que proyectan una luz tenue distribuidas sobre medio casquete lunar. A menudo cuando miramos
la luna, la vemos como una fuente de luz autónoma, cuando en realidad, la luna
nos es visible sólo por la acción de los rayos reflejados que emite el sol; desde
este prisma, resulta bonito investigar cuál es la dirección en la que se ha de encontrar el sol en función de qué zona de la luna esté
iluminada, sin perder de vista el conjunto de la esfera, aunque no esté
iluminada y por tanto, no la veamos.
El cielo.
Todos estos pequeños pensamientos
en un ambiente tan silencioso y
nocturno, me llevaron a aprovechar aquel instante, -ese ratín-, después miré al resto del cielo, la bóveda
celeste estaba limpia. Durante la noche, cuando el cielo está parcialmente
nuboso, la luz se refleja y ello creo un ambiente de contaminación lumínica,
impidiendo la contemplación de las estrellas en los claros que quedan en los
espacios restantes. Pero esta noche, no hay ni una sola nube, sólo la luna
situada cerca del horizonte como único elemento singular. Inspeccioné el cielo
y quedé impactado por la cantidad de estrellas que eran visibles. Creo que
estar al lado del parque del retiro favorece claramente la ausencia de luz en
esta parte de la ciudad. Han pasado unos minutos ya desde que salí a la
terraza; la fresca brisa está empezando
a hacer efecto, convirtiéndose en un frío que pide arropo pero no desagrada. Cogí
una manta de cachemir que me regaló mi
novia francesa, es un recuerdo que guardo de ella. Me tumbé en el sofá de la
terraza boca arriba y desplegué la manta sobre mí; me
arropé con cuidado de no dejar ninguna parte de mi cuerpo a la intemperie; la delgada capa de cachemir, propiciaba que
pudiera adaptarla a todas mis firmas
corporales, a modo de suave funda. Sentí el calor casi instantáneamente; qué
agradable era percibir el frescor de la noche en mi rostro en contraste con la
calidez en que permanecía el resto de mi cuerpo. Empecé a identificar estrellas
en el firmamento a la vez que me daba cuenta de que estaba viviendo unos
instantes muy intensos, contemplando la belleza que tenemos encima de nosotros
a diario, y que no podemos comprender. Estamos aquí en la tierra, pasan los
días y seguimos viviendo, absolutamente ignorantes del sentido de toda esta
gigantesca composición planetaria y cósmica en la que simplemente ” estamos”; me pregunto por qué algo que nos trasciende sobremanera e nos presenta al
mismo tiempo estéticamente de forma tan sencilla, planetas esféricos en
perfecto equilibrio, ese telón de fondo
perfectamente negro durante las noches, y de ricos tonos azules durante el día.
Al final, lo importante es poder
tener estos momentos de intensidad que nos recuerde lo agradable que puede ser
un pequeño rato de vida si nos implicamos honestamente en esa necesaria consciencia superior al mirar a
nuestro alrededor y pensar en todas estas cosas tan maravillosas que hacen
nuestra vida diaria, que nos gobiernan sin preguntarnos antes, un sometimiento
al fin y al cabo, pero muy bello. Esta dualidad entre lo bello y lo terrible que supone la
vida y la naturaleza en general es lo que le confiere tanta fuerza, y de ahí
provienen nuestros sentimientos profundos de la consciencia sobre
nuestra existencia, al advertir esta dualidad entre belleza y muerte, advertir
un final dentro de un cosmos de una belleza que parece inacabable, eterna en
comparación con nuestra breve vida.