El otro día visité por la tarde a
mis padres. Subí a su habitación y estaba
mi madre echándose la siesta. Me senté en un sofá que está al lado de la cama. Conversamos unos
minutos; quizás por comodidad, me acerqué a ella y me tumbé a su lado, los dos
seguíamos hablando de varios temas intrascendentes y algo divertidos. En un
momento dado la contemplé mientras hablábamos, noté la complicidad que estábamos disfrutando; casi sin darme cuenta, fui más allá en mi pensamiento;
me fijé en cómo movía su mano derecha, la cual estaba a mi alcance; súbitamente,
me percaté de que hacía mucho tiempo que no le cogía su mano, -al menos no en un
contexto nada usual como ese-, al pensar en ello, me dio algo de pudor, pero
debía hacerlo; lo hice. Abracé su mano con mi mano, y sentí el placer de la
confidencia, de la unión madre e hijo; un respeto inducido por la mano que me
ha visto nacer, me ha criado y me ha educado. Fue un acto de comunión íntimo y que viví con gran
intensidad, como si el tiempo se dilatara. Después, tras salir de su casa, reflexioné
sobre este momento, y me alegré de haber arriesgado mi mano en busca de la
suya. A menudo, entre padres e hijos no hay
señales de cariño, en otros casos, estos son constantes y rutinarios. Aunque yo soy de naturaleza cariñosa, quizás sería bonita la dosificación de los gestos
de cariño entre padres e hijos; Tal como
plantea el gran Robert Bresson en sus films, en los que la aparente sobriedad comunicante
de cada escena encierra un silencioso pero constante caudal acumulativo emocional.
El sentido del film contiene un recorrido hacia el final, toda la
energía emotiva de los personajes se libera a modo de clímax en la última
escena, y por fin entiendes la dimensión
espiritual del film, lo sientes dentro
de ti; pues así fue, cómo si todo el
tiempo que pasó hasta que abracé la mano
de mi madre con la mía representase el cenit de un proceso de pequeñas confidencias
y complicidades acumulados desde hace tiempo.