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Bernard Verley fantaseando en Amor después del mediodía, Eric Rohmer, 1972. |
Si hay algo
de lo que soy incapaz ahora, es de ligar con una chica. No veo qué podría
decirle, y además no tengo ningún motivo para hablarle.
No
quiero nada de ella, no tengo nada que proponerle. Sin embargo, el matrimonio
me enclaustra, y me apetece evadirme. La perspectiva de una felicidad tranquila
indefinida, me entristece. Empiezo a extrañar el tiempo, no tan lejano, en que podía
sentir también la ansiedad de la espera. Sueño con una vida donde sólo haya
primeros amores y amores con una duración.
Quiero
lo imposible, lo sé. No envidio a nadie. Cuando veo dos enamorados pienso menos
en mí y en lo que era, que en ellos y en lo que se convertirán. Por eso me
gusta la urbe. La gente pasa y desaparece, no les ves envejecer. Lo que da
tanto valor a mis ojos en la calle parisina , es la presencia constante y
fugitiva de esas mujeres, que seguramente no volveré a ver.
Basta
con que estén ahí, ajenas y conscientes de su encanto, felices de comprobar su eficacia
conmigo, como la mía con ellas, por acuerdo tácito, sin necesidad de una
sonrisa o una mirada. Noto su atractivo
sin que me atraigan. Y eso no me aleja de mi mujer, al contrario.
Esas
bellezas son la prolongación necesaria de mi mujer, la enriquecen con su
belleza, recibiendo la suya a cambio. Su belleza es la belleza del mundo, y
viceversa. Abrazando a mi mujer, abrazo a todas las mujeres. Pero siento que mi
vida pasa, y que otras pasan paralelamente a la mía, y me frustra ser ajeno a
ellas, no retener a esas mujeres, aunque sea un instante en su marcha
precipitada hacia algún trabajo, o hacia algún placer. Y sueño, sueño que las
poseo a todas definitivamente.
¡Ya os lo habéis imaginado, ahiora a verlo tal y como Rohmer lo concibió!, oh la la..! con las Parisinas...