Voy dando pasos mirando al suelo, me ayuda a pensar, a abstraerme
de lo que me rodea. Mi ansiedad por observar
todo aquello que acontece a mi alrededor mientras camino por una calle se ve
mermado en favor de una concentración cuando declino mi mirada hacia el suelo de la capital. Un hombre que camina solo, al igual que yo, me
rebasa, y unas zancadas más adelante , situado
ya a unos 4 metros de mí, ralentiza la marcha y se queda a una distancia constante,
igualando mi ritmo.
Voy fijándome en sus pisadas; el
ritmo de sus pasos es igual que el mío, aunque él es un poco más bajo. En ese instante me doy cuenta de que llevo
pensando varios minutos en ella, en su recuerdo. Retomo el ánimo y me digo a mi
mismo que he de olvidarme de su recuerdo, que en nada me beneficia permanecer
en el limbo de lo vivido y ya pasado, y que, imitando el comportamiento de esas
personas que todo lo superan, debo, decididamente, borrar mi pensamiento en ella y buscar el aliento
de algo nuevo que me cure, que me sane de este supuesto pensamiento recurrentemente
inútil. Esto me genera un lapso de optimismo,
de voluntad renovadora; sin embargo,
unos segundos más tarde me arrepiento. Siento como si me estuviera traicionando
a mí mismo. ¿No es acaso mi naufragar en
su recuerdo la única herramienta que me hace sentir la intensidad de la
trascendencia vital de mi amor por ella?.
Me niego a olvidar de forma voluntaria, no quiero cosechar un éxito social en
base a la deslealtad de uno consigo mismo. Quiero, muy al contrario, sentir un dolor que
es proporcional a la felicidad que he acumulado durante estos meses y que no
podía alcanzar a entender el porqué me había sido concedida. Ahora, desde el apacible desconcierto que ya
genera el paso de los días, quiero continuar con mi luto.