Cómo cambian los usos de los
espacios. Desde que Felipe IV tuvo el acierto de crear un mini “central park”,
para su retiro, Madrid ha disfrutado de
una masa arbórea que refresca la capital. Pero el retiro es tantas cosas,
tantas como personas acuden a él buscando todo aquello que una masa edilicia sobre asfalto no te
puede dar.
Uno de los usos que está
popularizándose más últimamente es el de pista running; cientos de corredores
transitan por el perímetro del parque, y lo
hacen por una senda de tierra no muy ancha, apenas unos 3 metros. Teniendo en
cuenta la cantidad de recorridos alternativos al ya citado, que son de gran riqueza
formal, floral y paisajística, resulta
curioso que todos los corredores se hayan concentrado en ese carril que no
llega a pista, y que ningún atractivo
visual lo jalona.
Se supone que son personas que
van exclusivamente a correr; el retiro es un espacio que no les interesa lo más
mínimo. Claro, a mí esto ya es la primera cosa que me sorprende. ¿Por qué no
disfrutar de nuestro trote, en una acción acompañada por caminos y entornos
realmente enriquecedores?, ¿ Son incompatibles ambas tareas?. Quizás, haya que
tener en cuenta el aspecto grupal, la
pista de running como otro lugar de encuentro social más, donde uno puede ver y
ser visto en el ejercicio de la acción que todos gustan, es la única
explicación racional-social que le encuentro a tal elección.
En mi caso, cuando traspaso una
de las maravillosas portadas del retiro con la intención de ponerme en forma
corriendo durante una media hora y me encuentro decenas de tipos corriendo por
el carril, pegados a la valla, me entra de inmediato un rechazo; no deseo
meterme en ese caminillo lleno de seres sudando; hombres y mujeres agolpados, y siguiendo como borregos una línea. Un tarde, serían las 20:00 horas, mientras
observaba otra situación que ocurría
fuera del parque desde su interior, me senté sobre un bordillo alto que
flanqueaba este dichoso carril, de manera que tenía una visión privilegiada de
todos los corredores que pasaban a mi lado , todos estaban expuestos, sin
remedio, a mi escudriñante mirada. Esto es algo injusto, lo sé, es muy fácil
repasar con la mirada a alguien cuando pasa andando por la acera y uno se
encuentra en una terraza sentado, por ejemplo. En realidad, puede llegar a ser
algo obsceno por cuanto tiene de impertinente aprovecharse de la superioridad
que da el observar.
Es siempre el observado quien se expone, uno abre la puerta
de las vulnerabilidades ajenas sólo con proyectar la mirada sobre sus cuerpos andantes,
expuestos a ti, como si te fueran ofrecidos como objetos de sacrificio.
Esta relación, entre el que se
expone y el expuesto, se da en otros
muchos registros o planos de la vida. Recuerdo una mujer muy bella e insulsa –
este contraste siempre me dejaba desconcertado, porque no era una belleza
vulgar, sino misteriosa e incluso algo divina, sutil y angelical -, pero muy retorcida; tenía, eso sí, el
suficiente talento como para saber que la única manera en que podía situarse en
una posición de superioridad – necesidad del infeliz- era manteniendo el control mediante la no exposición. Ello lo practicó con una
obstinada perseverancia.
Yo me hacia las preguntas y yo
las respondía; ella, jamás hablaba sobre sus sentimientos. Nunca, jamás emitió
una opinión que pudiera vincularse a su
aprecio o estima hacia mí; todo ello redundaba en que yo me sobre exponía
constantemente, tratando de llenar
aquellos vacíos que ella dejaba intencionadamente; mi ánimo, - muy ingenuo- , era el de tratar
de generarle una confianza suficiente como para que llegara el día en que
empezara a mostrar su vulnerabilidad hacia mí, y empezara a ser persona, con
sus virtudes y sus defectos, pero persona; un individuo que se muestra con sus
seguridades y sus vulnerabilidades.
Aquel anhelado día nunca llegó.
Su falta de autoestima era demasiado intensa como para dejarse llevar, ella no
quería renunciar a mi conversación, pero tenía demasiado encastrado esa forma
de cerrase, un cerrojo con un agujerito desde el que ella podía contemplarme desde la intimidad más absoluta, y con la
necesaria sobre exposición de mi personaje, que se situaba como en la platea de
un teatro, gritando y mirando hacia todos lados en busca de algún eco que le
correspondiera.
Y de turbadoras exposiciones y
jugosas observaciones está construido nuestro día a día en la cuidad de Madrid - a más bullicio urbano, más probabilidad de
encuentro en las miradas-. Incluso, en una cola de espera uno puede encontrar ese
momento inquisitivamente indiscreto; ese momento en que la cola de pago en un
supermercado se convierte en la oportunidad extraordinaria de contemplar con
todo lujo de detalles ese bello rostro de mujer que deja ver cada matiz de su
óvalo facial en escorzo, hasta su
oreja, descubierta por una larga cola de
caballo.
Describo estos momentos porque
son en los que disfruto, no me gusta ser el observado. Cuando paso por delante
de una terraza tengo una reacción curiosa, suelo buscar la mirada de los que me
observan, creo que lo hago por tratar de dar una apariencia de normalidad, de hecho,
me sale natural; me parece algo penoso ver esas personas que pasan por las
terrazas agachando la cabeza como si fueran culpables de alguna falta, esa
timidez que nos retrae, el miedo a la sobre exposición. Pues bien, cuando soy yo
el observador y noto que el viandante me mira al pasar, resulta bastante
violento, pues el acto de mirar por parte del observado al observador supone
una transgresión, sensación que yo no percibo ni siento transmitir cuando soy
el que miro al que me observa. En cualquier caso, supone quebrar las leyes del
que mira y que condesciende siendo mirado, huyendo buscar la mirada del que le
observa, como dicta la norma social.
Hay un elemento de una gran
potencia como plataforma observadora, es desde el interior de la luna de un
coche, en combinación con esa pausa maravillosa que supone un semáforo. Es muy
conocida esa expresión que dice “cuando una mirada hace que se pare el tiempo”.
Alguna vez nos ha pasado a todos tener un intercambio de miradas más intenso de
lo normal, para mí, el intercambio de miradas es el paradigma de la evolución
en términos de comunicación no verbal. Nunca te diré nada, pero mis miradas están
teñidas de los pensamientos más azarosos que mi imaginación pueda recrear; mi
mirada será tuya por cuanto te estoy mirando, pero la intención es mía, y
siempre quedará en mi intimidad, a no ser que quiera expresarla, acto complejo
y desconcertante, pues me resulta milagroso el hecho de que el ser humano pueda
transmitir sentimientos en una mirada, pero así es en ocasiones.
Yo tuve mi momento, y me
acordarme toda mi vida. Recuerdo perfectamente el emplazamiento: Semáforo de la calle Príncipe de Vergara en
su confluencia con la Plaza del Marqués de Salamanca, sentido Juan Bravo.
Giré mi cabeza hacia la izquierda
y vi aparecer, muy al comienzo de esta ancha calle, a una chica de unos 24 años
muy atractiva, aún faltaban unos 8 metros para que pasara por delante de mi
coche y empecé a mirarla, no pasaron ni dos metros más y ella me miró fijamente,
debió percatarse de mi acecho, y en vez
de tornar la mirada tras un breve intercambio, continuó manteniéndome la mirada
desde al menos 5 metros antes de llegar a mi coche, seguía avanzando y llegaba
a mi altura, y seguía manteniéndome la mirada insultantemente descarada y
seductora, girando su cuello para atravesar
la calle con el ángulo necesario para sólo mirarme a mí; pasó por delante y su cabeza estaba girada
noventa grados y me desafió con una mirada frontal que continuo con una
intensidad y perseverancia queme produjo un éxtasis. Efectivamente, se paró el
tiempo, se me hizo eterna esa mirada desafiante que duraría unos 20 segundos, y
que me pareció tan intensa que se congeló el tiempo, esos momentos tan profundos
en los que toda percepción accesoria
deja de existir, y la focalización es tan grande que uno parece dejar de ser
consciente, sólo absorto por el trance del ensimismamiento.