le feu follet

le feu follet
"Hay momentos de la existencia en que el tiempo
y la extensión son más profundos y el sentimiento
de la existencia parece inmensamente aumentado".


Charles Baudelaire.

miércoles, 5 de agosto de 2015

De mirar, y que te miren.





Cómo cambian los usos de los espacios. Desde que Felipe IV tuvo el acierto de crear un mini “central park”, para su retiro,  Madrid ha disfrutado de una masa arbórea que refresca la capital. Pero el retiro es tantas cosas, tantas como personas acuden a él buscando todo aquello  que una masa edilicia sobre asfalto no te puede dar.


Uno de los usos que está popularizándose más últimamente es el de pista running; cientos de corredores transitan por el perímetro del parque,  y  lo hacen por una senda de tierra no muy ancha, apenas unos 3 metros. Teniendo en cuenta la cantidad de recorridos alternativos al ya citado, que son de gran riqueza formal, floral  y paisajística, resulta curioso que todos los corredores se hayan concentrado en ese carril que no llega a pista, y que ningún  atractivo visual lo jalona.


Se supone que son personas que van exclusivamente a correr; el retiro es un espacio que no les interesa lo más mínimo. Claro, a mí esto ya es la primera cosa que me sorprende. ¿Por qué no disfrutar de nuestro trote, en una acción acompañada por caminos y entornos realmente enriquecedores?, ¿ Son incompatibles ambas tareas?. Quizás, haya que tener en cuenta el aspecto grupal,  la pista de running como otro lugar de encuentro social más, donde uno puede ver y ser visto en el ejercicio de la acción que todos gustan, es la única explicación racional-social que le encuentro a tal elección.

En mi caso, cuando traspaso una de las maravillosas portadas del retiro con la intención de ponerme en forma corriendo durante una media hora y me encuentro decenas de tipos corriendo por el carril, pegados a la valla, me entra de inmediato un rechazo; no deseo meterme en ese caminillo lleno de seres sudando; hombres y mujeres agolpados,  y siguiendo como borregos una línea.  Un tarde, serían las 20:00 horas, mientras observaba otra  situación que ocurría fuera del parque desde su interior, me senté sobre un bordillo alto que flanqueaba este dichoso carril, de manera que tenía una visión privilegiada de todos los corredores que pasaban a mi lado , todos estaban expuestos, sin remedio, a mi escudriñante mirada. Esto es algo injusto, lo sé, es muy fácil repasar con la mirada a alguien cuando pasa andando por la acera y uno se encuentra en una terraza sentado, por ejemplo. En realidad, puede llegar a ser algo obsceno por cuanto tiene de impertinente aprovecharse de la superioridad que da el observar. 

Es siempre el observado quien se expone, uno abre la puerta de las vulnerabilidades ajenas sólo con proyectar la mirada sobre sus cuerpos andantes, expuestos a ti, como si te fueran ofrecidos como objetos de sacrificio.

Esta relación, entre el que se expone y el expuesto,  se da en otros muchos registros o planos de la vida. Recuerdo una mujer muy bella e insulsa – este contraste siempre me dejaba desconcertado, porque no era una belleza vulgar, sino misteriosa e incluso algo divina,  sutil y angelical -,  pero muy retorcida; tenía, eso sí, el suficiente talento como para saber que la única manera en que podía situarse en una posición de superioridad – necesidad del infeliz-  era manteniendo el control mediante la  no exposición. Ello lo practicó con una obstinada perseverancia.


Yo me hacia las preguntas y yo las respondía; ella, jamás hablaba sobre sus sentimientos. Nunca, jamás emitió una opinión que  pudiera vincularse a su aprecio o estima hacia mí; todo ello redundaba en que yo me sobre exponía constantemente,  tratando de llenar aquellos vacíos que ella dejaba intencionadamente;   mi ánimo, - muy ingenuo- , era el de tratar de generarle una confianza suficiente como para que llegara el día en que empezara a mostrar su vulnerabilidad hacia mí, y empezara a ser persona, con sus virtudes y sus defectos, pero persona; un individuo que se muestra con sus seguridades y sus vulnerabilidades.

Aquel anhelado día nunca llegó. Su falta de autoestima era demasiado intensa como para dejarse llevar, ella no quería renunciar a mi conversación, pero tenía demasiado encastrado esa forma de cerrase,  un cerrojo  con un agujerito desde el que ella podía contemplarme  desde la intimidad más absoluta, y con la necesaria sobre exposición de mi personaje, que se situaba como en la platea de un teatro, gritando y mirando hacia todos lados en busca de algún eco que le correspondiera.


Y de turbadoras exposiciones y jugosas observaciones está construido nuestro día a día en la cuidad de Madrid  - a más bullicio urbano, más probabilidad de encuentro en las miradas-. Incluso, en una cola de espera uno puede encontrar ese momento inquisitivamente indiscreto; ese momento en que la cola de pago en un supermercado se convierte en la oportunidad extraordinaria de contemplar con todo lujo de detalles ese bello rostro de mujer que deja ver cada matiz de su óvalo facial en escorzo,  hasta su oreja,  descubierta por una larga cola de caballo.  


Describo estos momentos porque son en los que disfruto, no me gusta ser el observado. Cuando paso por delante de una terraza tengo una reacción curiosa, suelo buscar la mirada de los que me observan, creo que lo hago por tratar de dar una apariencia de normalidad, de hecho, me sale natural; me parece algo penoso ver esas personas que pasan por las terrazas agachando la cabeza como si fueran culpables de alguna falta, esa timidez que nos retrae, el miedo a la sobre exposición. Pues bien, cuando soy yo el observador y noto que el viandante me mira al pasar, resulta bastante violento, pues el acto de mirar por parte del observado al observador supone una transgresión, sensación que yo no percibo ni siento transmitir cuando soy el que miro al que me observa. En cualquier caso, supone quebrar las leyes del que mira y que condesciende siendo mirado, huyendo buscar la mirada del que le observa, como dicta la norma social.


Hay un elemento de una gran potencia como plataforma observadora, es desde el interior de la luna de un coche, en combinación con esa pausa maravillosa que supone un semáforo. Es muy conocida esa expresión que dice “cuando una mirada hace que se pare el tiempo”. Alguna vez nos ha pasado a todos tener un intercambio de miradas más intenso de lo normal, para mí, el intercambio de miradas es el paradigma de la evolución en términos de comunicación no verbal.  Nunca te diré nada, pero mis miradas están teñidas de los pensamientos más azarosos que mi imaginación pueda recrear; mi mirada será tuya por cuanto te estoy mirando, pero la intención es mía, y siempre quedará en mi intimidad, a no ser que quiera expresarla, acto complejo y desconcertante, pues me resulta milagroso el hecho de que el ser humano pueda transmitir sentimientos en una mirada, pero así es en ocasiones.


Yo tuve mi momento, y me acordarme toda mi vida. Recuerdo perfectamente el emplazamiento:  Semáforo de la calle Príncipe de Vergara en su confluencia con la Plaza del Marqués de Salamanca,  sentido Juan Bravo.

Giré mi cabeza hacia la izquierda y vi aparecer, muy al comienzo de esta ancha calle, a una chica de unos 24 años muy atractiva, aún faltaban unos 8 metros para que pasara por delante de mi coche y empecé a mirarla, no pasaron ni dos metros más y ella me miró fijamente,  debió percatarse de mi acecho, y en vez de tornar la mirada tras un breve intercambio, continuó manteniéndome la mirada desde al menos 5 metros antes de llegar a mi coche, seguía avanzando y llegaba a mi altura, y seguía manteniéndome la mirada insultantemente descarada y seductora,   girando su cuello  para atravesar  la calle con el ángulo necesario para sólo mirarme a mí;  pasó por delante y su cabeza estaba girada noventa grados y me desafió con una mirada frontal que continuo con una intensidad y perseverancia queme produjo un éxtasis. Efectivamente, se paró el tiempo, se me hizo eterna esa mirada desafiante que duraría unos 20 segundos, y que me pareció tan intensa que se  congeló el tiempo, esos momentos tan profundos en los que  toda percepción accesoria deja de existir, y la focalización es tan grande que uno parece dejar de ser consciente, sólo absorto por el trance del ensimismamiento.