Cuando os golpee el aburrimiento,
id por él. Dejad que os inunde; sumergíos, tocad fondo.
En una situación desagradable, las regla es tocar fondo cuanto antes para volver con más rapidez a la superficie .De lo que se trata, diríamos parafraseando a otro gran poeta de lengua inglesa, es de dar un repaso a fondo a lo malo. La razón de que el aburrimiento merezca tal escrutinio es que representa al tiempo en toda su pureza, en todo su repetitivo, superfluo y monótono esplendor.
Por decirlo así, el aburrimiento
es vuestra ventana al tiempo, a esas
características del tiempo que uno tiende a pasar por alto para no poner en
peligro su equilibrio mental. Se trata, en definitiva, de una una ventana a la infinitud del tiempo, o, lo
que es lo mismo, a nuestra propia insignificancia en él. Eso es lo que
quizá explique el pavor ante las tardes solitarias y mortecinas, o la fascinación con que uno observa a veces
el polvo en un rayo de sol, y se oye de
fondo el TIC TAC de algún reloj; el día
es tórrido, y la fuerza de voluntad se
halla bajo mínimos. Una vez abierta la ventana, no intentéis cerrarla; al contrario, abridla de par en par. Pues el aburrimiento
habla el lenguaje del tiempo y vais a aprender la lección más valiosa de
vuestras vidas, la lección que aquí, en
estos verdes céspedes, no os han enseñado: la de vuestra absoluta intrascendencia. Una
lección tan válida para vosotros como para aquellos que con quienes os codeéis. “Eres finito -dice el tiempo con voz del
aburrimiento-, y cualquier cosa que hagas
desde mi punto de vista es vana”.
Puede que esto no resulta
precisamente agradable, pero la
percepción de la futilidad, de la limitada significación que revisten incluso
vuestras mejores y más vehementes acciones resulta preferible al espejismo de
su trascendencia y la correspondiente vanagloria.
El aburrimiento supone, en efecto, una irrupción del tiempo en vuestro esquema de
valores .Sitúa la vida en su justa perspectiva, lo cual da como resultado la precisión y la
humildad. esta última, observémoslo, engendra
la primera. Cuanto más conocemos nuestro
propio tamaño, más humildes y compasivos
nos volvemos respecto a nuestros semejantes, a ese polvo que flota en el rayo del sol o ya
inmóvil sobre la mesa. ¡Cuánta vida encierra ese polvo! No desde nuestro punto
de vista, sino desde el suyo. Nosotros
somos para él lo que el tiempo es para nosotros; por eso aparece tan poca cosa.
¿Y sabéis lo que dice el polvo cuando
limpian el de la mesa?
“recuérdame”
susurra al polvo.