Cogí un taxi en el aeropuerto que me llevó directo al centro de Roma ,
donde había alquilado un apartamento justo al enfrente del ponte
Sisto, en el barrio del Trastévere.
Deseaba verla con la excusa de visitar la cuidad. Iba a Roma, y
casi a cualquier sitio donde se hubiera encontrado ella, pues la
tenía idealizada, sentía la presencia del velo blanco,
pulcro, que uno extiende sobre la mujer pretendida cuando no
encuentra mácula que le suscite reparo alguno.
Me esperaba en la puerta del edificio una señora de unos 50 años, algo
gruesa, desde luego no era la propietaria, debía ser alguien que trabajaba para
la dueña. Me saludó con energía y cordialidad; comenzó a hablarme en italiano
como lo hacen las personas que no conocen una segunda lengua, mirando con
intensidad y repitiendo más alto las frases, como si el interlocutor así fuera a
entender , “debía entender”.
Mientras subíamos las escaleras hacia la primera planta, donde me alojaría,
la mujer comenzó a explicarme la utilidad del nutrido manojo de llaves que
llevaba. Entramos en el piso. Lo primero que vi fue un piano a la izquierda
enmarcando el zaguán. La señora se afanó en que quedara claro qué tipo de llave
debía utilizar para cada puerta, pues el edificio de corte neoclásico contaba
con un soportal con cancela, por lo que había varias puertas antes de llegar a
mi piso.
Al mismo tiempo que la escuchaba, mi imaginación se preguntaba si ese piano
era tocado con regularidad, y tuve la tentación de preguntarle a la señora
sobre el piano, por si aquella información me diera una idea del tipo de
personas que moraban esa casa. Pero no lo hice. Me dio vergüenza hacerlo,
quizás porque en el fondo sentí que preguntar sobre el piano sería en como
penetrar en intimidad de una casa sobre la que yo simplemente tenía derecho a
dormir durante tres noches.
La señora me advirtió de que si no seguía el orden de las utilización de
las llaves, podría quedarme encerrado en las escaleras; empecé a
entender que su interés en aclararme este tema de las llaves obedecía más al
fastidio que supondría para ella tener que regresar a
rescatarme, que por ser una persona responsable.
Cuando la señora cerró la puerta y me encontré solo, tuve una sensación de
que la casa era mía y podría escudriñarla con tranquilidad. Abrí una de las
ventanas que dan al río. La vista estaba tamizada por la interposición de los
arcos de medio punto que formaban los soportales. Durante algunos segundos me
dediqué a comprobar las vistas efectivas se divisaban sobre el río y el puente.
El aire humedecido por el rio penetraba en las estancias de la casa al
abrir las ventanas. Eran las seis de la tarde de un día de Marzo, y la
sensación de calor era acusada. Las calles de Roma desprendían
calor, los haces de luz solar creaban un enjambre
de claroscuros sobre las hojas de los árboles en las
márgenes del río, realzando la voluptuosidad de las copas, que perfilaban
diferentes formas sobre el cielo, al son que marcaba la suave brisa de la tarde.
La casa se había ventilado. El salón y la cocina estaban integrados en un
solo espacio. Los techos de la casa eran muy altos, de manera que la sensación
de amplitud era enorme. La anchura de la fachada era de casi un metro; había un
pasillo que comunicaba con las habitaciones. Dos ventanas horadaban el muro del
pasillo; el alfeizar era tan ancho que en el nicho generado
se alojaba un puff de suave seda italiana,
perfecto para tumbarse apoyado sobre una de las jambas del muro y
mirar las vistas, leer o descansar. Sobre el otro flanco del pasillo, había una
biblioteca algo escasa en volúmenes y algunos objetos de decoración, con un
paño de pared pintada de un verde oliváceo estucado.
Me entretuve en mirar los títulos. Había algunos libros franceses, quizás
la casa perteneciera a una familia italo-francesa. Localicé Rojo y Negro de
Sthendal, alcé el brazo y de puntillas lo saqué del estante. Empecé a
hojearlo. Al deslizar las yemas de los dedos sobre los filos de las hojas para
pasarlas, me pregunté por qué nace esa curiosidad aparentemente vana de ojear
un libro; dede ser ese morbo o esperanza por la sorpresa, a la mitad del libro
encontré una hoja yerta, totalmente aplanada por la acción perenne de la
presión de las hojas del libro.
Tanto tiempo ahí prensado…, ¿de cuándo dataría aquella hoja?, ¿qué
protagonista la situó ahí?.
Era mi primera noche en Roma y no tenía plan, a Kristina no la vería hasta
el viernes por la tarde. Me acordé del
tip que me dio para cenar una romana que conocí en Madrid una noche en El Amante.
Al Amante se llegaba sobre las 3:00 con la euforia de ir en
grupo. Entrabas por una doble puerta protegida por sendas lonas pesadas de
terciopelo rojo , cuando apartabas la última lona era como aparecer de golpe en la
escena de un teatro. Lo primero que vi fue a esta italiana sentada en una
pequeña barra que había nada mas entrar a la derecha. Me pedí una copa y la
entré. Dejé a los demás que fueran al fondo del garito y me puse a hablar con
ella. Ya por la elegante posición de su postura y ademanes, pensé que era
extranjera. Tenía un armonioso óvalo renacentista, el cabello, castaño liso y aplanado, seguía la geometría de su cabeza y sus ojos azules, me miraron con atención al yo preguntarle:
-
¿Qué haces en Madrid?
Elevó levemente el mentón y, con la misma seguridad en sí misma que Teresa
Raffo en El Inocente de Visconti espetó:
-
Estoy estudiando un máster.
Seguía clavándome la mirada, pero ahora su rostro tornaba hacia una ternura más propia de la abnegada Guliana en el mismo film; aunque era muy joven, había vivido vidas, y previó mi interés; marcó
una amable media sonrisa condescendiente para darme a entender no tenía nada que hacer con
ella.
-
¿Vas a estar mucho tiempo por Madrid?
-
Me queda sólo un mes y regreso a Roma
Hablamos un par de
minutos más, le comenté que iría a Roma en breve y que si conocía buenos sitios
para cenar:
-
Puedes ir a la plaza Delle Coppelle, ahí hay un pequeño restaurante con
terraza que aun estando en el centro de Roma no es conocido por turistas, hay
ambiente romano.
Meses después de
conocerla, seguía viendo fotos suyas en fiestas aburguesadas por Roma, ahora
estará casada y con todo resuelto.
Eran las 9 de la noche. Al cruzar el Ponte Sisto, reinaba una brisa que
provocaba el movimiento ondulante de las copas de los árboles que adornan las
márgenes del Tíber, mostrándose una visión de gran belleza plástica.
El
movimiento de las copas viene anunciado por la brisa, produciéndose un
efecto semejante al de la música, por el cual, nuestro cerebro imagina la
siguiente nota de la canción de forma inconsciente, generándose un vínculo
entre la obra y el oyente.
Una vez cruzado el río, me distraje momentáneamente mirando de nuevo cómo
se mecían las copas de los árboles.
En ese preciso instante, pasó como un rayo la típica vespa romana que no
había visto, la cual me habría machacado un segundo antes de no haberme parado
a mirar aquellas copas en movimiento.
Ya era noche cerrada sobre Roma. Me interné en las estrechas calles del
centro. Era posible pasar por Piazza Navona o por la plaza del Panteón de camino
al restaurante, pero, ¿cómo iba a transitar por la plaza del Panteón simplemente
de paso?. El Panteón, o se le descubre súbitamente , de golpe, lo cual me paso años atrás y aún tengo indeleble
el shock , o bien , como las grandes películas, decides qué día exacto estás con el feeling de
revisionarla para gozar al máximo.
Evité el panteón escogiendo Via della Dogana Vecchia. Su estrechez no podía
hacer intuir que tras su flanco izquierdo estaba Piazza Navona y tras el
derecho un poco más allá, el Panteón.
Por fin llegué a la placita. Era recoleta y la terraza estaba llena, todos
cenando en pequeñas mesitas con velas. Nadie quería comer dentro por el calor.
Había un suave murmullo, es algo que te impresiona cuando sales de España,
desaparecen los gritos y la algarada gratuita.
Pasaron unos minutos y ahí nadie me miraba para atenderme. Me puse en el
quicio de la puerta principal mirando hacia la terraza y con paciencia esperé
que alguien me atendiera. Había un hombre de unos 40 años que no paraba de
organizar, debía ser el Maitre. Parecía
un centurión, menuda planta tenía el tío; andaba con un paso muy seguro; vestía con chaqueta y portaba un fular sin
anudar con una naturalidad pasmosa. Por la pinta no podía ser un simple
asalariado.
Una de las veces que paso por mi lado, de repente se paró y me dijo
- ¿español verdad?
-
Si, sí, soy español, hablas español por lo que veo.
- Si claro, tengo amigos españoles, una pareja de Madrid estuvieron hace poco
por aquí, Ana y Jorge, mira te enseño su Facebook, seguro que los conoces.
Me enseñó una foto y resulta que era Belén Castro y su novio. Me quedé
pasmado de que efectivamente el pensase que yo conociera a aquellos dos, pero él
actuó como si siempre lo hubiese sabido.
El tipo la verdad que era muy atrayente, un modelo y con mucha personalidad
en sus gestos.
-
¿Estás solo verdad?
-
¿No lo está todo el mundo?
-
Pues está difícil que te pueda conseguir una mesa en la terraza; espérate
que ahora llegan mis amigos y vas a cenar con nosotros
- No hace falta no te preocupes
Me miró con serenidad
Yo me quedé en el quicio, con una copa de vino blanco buenísimo que él mismo me
trajo. A los pocos minutos aparecen dos
personajes amiguetes del centurión, uno de ellos calvo y bastante chulo, el
otro más pequeñito, ambos con mucho estilo como casi todos los romanos.
Ahí estábamos de pie en el interior, me los presenta y empiezan a hablar
conmigo como si nos conociéramos de toda la vida.
-
¿De dónde vienes?
-
He venido en coche desde Madrid y he pasado unos días en Milán, después pasé por la toscana y finalmente he
llegado a Roma. ¿Qué te parece Milán?
En ese instante nos traen un trozo de pizza
de una masa finísimo y Carlo, así se llamaba el calvo, empieza a comer
de pie mientras me habla con el mismo tono que yo hablaría a un amigo:
- En Milán hay buenas mujeres, pero Milán es un coñazo, es la ciudad del
trabajo. Ahí vas para tema laboral, pero nada más. Es mucho más distraído Roma.
-
¿Y a que te dedicas?
-
Soy Arquitecto, me dedico a restaurar fachadas en Madrid.
-
¿Y qué te parecen las fachadas de Roma?, ¿no las ves fatal?
- Pues me sorprende la cantidad de edificios que tienen las fachadas muy
deterioradas, hay fachadas que llevan más de 60 años sin restaurar.
Afortunadamente aquí utilizan pinturas con pigmentos de silíceo y se conservan
mucho mejor que en Madrid para la misma edad.
Pero, ¿cómo es posible que haya tantas
fachadas de edificios de viviendas sin renovar?
- Uno de los problemas de Italia, de Roma, es la burocracia. Para afrontar la
restauración de un edificio tienes que pasar por una serie de procesos
burocráticos infinitos hasta que te den una licencia, puedes tardar mas de 6
años. Mucha gente desiste, Lo sé porque mi familia tiene edificios en Roma.
Me miraba con la cabeza en escorzo constantemente y
los ojos un poco perdidos hacía el fondo de la barra, de repente me di cuanta
de que era clavado a Gabrielle Dannunzio, igual de calvo, con la misma cara afilada
de ojos sagaces y brillantes, pero en versión alto.