Esta
mañana, desde la cinematográfica vista que me ofrece el vidrio de la
cafetería del Vips, veo la vida pasar ante mí. Soy testigo invisible -por el
reflejo que provoca en el vidrio la mañana- del fluir de los peatones que
circulan por la calle .
Mientras
saboreaba una tostada de mermelada - al otro lado del cristal, en la
calle - apareció ante mí un viejecito decrépito, pero con una de esas
caras que expresan vida. Transmitía el dolor de su condición precaria.
Normalmente, las caras de los viejos no expresan gran cosa, son reflejo de una
inactividad vital, este señor se movía
cual cadáver andante, pero al mismo tiempo su expresión era intensa, muy vívida
en su sufrimiento, lo cual impresionaba. Trataba de avanzar por el paso de
cebra que está en frente de la cafeteria a pasitos pequeños para asegurar el
equilibrio; los pasos eran rápidos pero muy cortitos, avanzaba muy poco.
Cada
seis o siete pasos paraba, y hacia un receso, para posteriormente seguir
con la lucha en su avance por ese mar de obstáculos que no existen para
nosotros , los jóvenes. Los viejos ya no tienen retos que resolver en su
vida, pero vuelven a tener que aprender a andar, como unos bebes. Los
jóvenes, tenemos que resolver nuestro futuro, pero la vida nos sonríe
para movernos por ella.
El
viejecito cruzaba y se dirigía hacia el cristal desde donde yo veía esta
dramática escena del final de una vida. Tras unos segundos de claro esfuerzo,
logra conquistar la acera, no sin antes atravesar un Rubicon al llegar al bordillo del paso de cebra, de escasos 5
cm de altura, especial para minusválidos…
Ignorante
de mi mirada debido al reflejo del vidrio, termina parándose para tomar
fuerzas a un metro escaso de mí. Es en ese preciso instante cuando puedo
observar detenidamente su expresión, con tanta crudeza y claridad, que
siento invadir su intimidad, y sentir
dentro de mí, por un instante, el sufrimiento que lleva dentro, acompañándole.
Puedo observar su expresión, dirigiendo su mirada perdida y vacilante entre las
baldosas del suelo y ese lejano horizonte que se sitúa tan solo un metro
adelante.
Se
para; ¿piensa?, ¿sólo descansa?, ¿hasta qué punto su deseo de pasear es mayor
que el tedio de su moribundo caminar?. Pienso en él; empatizo, y se me
ocurre que debo hacer algo; podría salir de la cafetería y ofrecerlo mi ayuda, . ¿Pero no sería este ofrecimiento más cruel
aún que la mera observación pasiva de su sufrimiento?, quizás, en vez de calmarlo o reconfortarlo, sólo le estuviera manifestando lo que todos
vemos y él ya sabe. Mejor permanecer inmóvil; testigo
del ya quebradizo destino de este ser humano.
¿Por
qué ha de morir ya?,
¿Por
qué llega su final?,
¿Por
qué ha llegado ese momento cruel de la vida?.
No
sé qué he hecho yo para no ser él.
Pero no
puedo hacer nada por él.
Quizás
sólo haya de morir por la misma inexplicable
razón por la que hubo de nacer.
¿Quién
se merece morir?.
¿Quién se merece nacer?.
El final; precipicio cruel.
El inicio de una vida; el don de la
existencia, por nada, un regalo.
Es entonces, cuando uno percibe
que la vida en cierto modo es justa,
y equilibra tu destino, quitándote aquello que fue otorgado
sin razón aparente para haberlo merecido.