Nuestros dos cuerpos daban pasos
lentos; cada paso se abría sobre sí
mismo, tratando de parar caminando, ralentizando
la marcha bajo la escala monumental de
las dos imponentes fachadas que cierran el espacio de la calle Gran vía como un
gran tubo, rodeados de todo tipo de
estirpes urbanas que parecían aislarnos aún más. Se hacía tarde, madrugada, no había tiempo de pensar hasta que un taxi
apareciera, pues los taxis en la calle Gran Vía están disponibles al instante.
Cada momento extra, era una decisión voluntaria. El final de una acera confrontada
con un paso de cebra provocó el “se hace tarde, debo irme”.
Nos miramos a los ojos, y al
unísono, comenzamos el acercamiento hacia el abrazo que habría de conectarnos
para resumir aquellas cinco horas previas de conversaciones. Mis brazos la rodearon cerca de sus hombros;
ella, se fundió en mí, soldada a la
altura de mi corazón en un abrazo en el que todo su ser me transmitió la
urgencia de comunicación. Permaneció
anclada a mí, sin querer poseerme, sino más bien intentando desalojar toda
aquella necesidad de mí, canalizándola a través de las caricias más sutiles que
haya percibido de las manos de alguien, deslizando su mano derecha a través de
mi baja espalda, ejerciendo unas suaves presiones que iban envolviendo la
caricia con una cadencia tan armoniosa como inspiradora de paz. En aquel fatídico
momento permanecí casi inmóvil, absorto, como esos animalitos que acaricias y
se quedan absolutamente quietos, sin
remedio de movimiento alguno por mi parte. Ella arrancó ese momento para ambos, para sí, un deseo inconsciente; fue de justicia, pues antes yo, le había robado su alma.