Cada vez que quedo con ella, después,
me acuerdo del momento en que saca su
tabaco de liar y me recreo en el
recuerdo de su imagen dando la primera calada; ese rito suyo se ha convertido en mi momento
de salir al recreo. Cuando estamos juntos, nunca me acuerdo de este momento, la
conversación llena mi pensamiento y mis atenciones; por eso, cuando de repente toma la decisión de hacer el gesto de irse
hacia el bolso y coger su bolsita de tabaco, me pasa como esos perritos, que
cuando ven lo que les gusta y lo estaban esperando, se ponen locos de alegría.
Seguimos
hablando de nuestras cosas, pero yo ya estoy a lo mío. Nunca me acuerdo de cómo
lía el tabaco; sólo recuerdo, cada vez
que lo hace, -y muy nítidamente-, cómo se lleva el cigarro a su sensual boca de carnales labios turgentes, y los junta con decisión para exprimir la
primera calada, mientras clava la mirada desde sus almendrados ojos grandes con firmeza e intensidad hacia el infinito. Y
ahí estoy yo, viendo ese perfil tres cuartos de rostro cinematográfico que me
sugiere que estoy viendo cine.